CRISIS COMO OPORTUNIDAD

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Arno Geiger, El vell rei a l’exili,,
Trad. de Ramon Montón,
Ed. Proa, Barcelona, 2013, 199 págs.
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Geiger (Todo nos va bien)
por Anna Rossell
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Entrañable este pequeño libro del austriaco Arno Geiger (Wolfurt –Austria-, 1968), de quien en España conocemos «Todo nos va bien»(El Aleph, 2006), publicada también el mismo año en catalán por el sello Empúries, «Tot ens va bé», una de sus novelas más logradas, galardonada en 2005 con el Deutscher Buchpreis de los editores alemanes, uno de los más prestigiosos en esta lengua.
Como ya hiciera entonces a partir de la herencia de la casa familiar del protagonista, el autor se sumerge de nuevo en el pasado. Parece como si Geiger se sintiera especialmente cómodo en este registro, aquél que a partir de los objetos, detalles y gestos da pie a la reflexión y a la reconstrucción de la historia, la de su país o la personal, ligadas entre sí.

Sin embargo «El vell rei a l’exili», publicada también este año en español por El Aleph («El viejo rey en el exilio»), no es una novela, sino un ensayo intimista en el que Geiger nos ofrece un regalo lleno de ternura y esperanza, un texto biográfico en el que narra la relación de un hijo con su padre a partir del momento en que éste enferma de Alzheimer y se manifiestan sus primeros síntomas.
Lejos de desunir y destrozar las relaciones familiares, la enfermedad de August Geiger, que al principio, cuando los signos de la demencia no fueron convenientemente identificados,
amenazaba con aniquilar la paz y la armonía, se torna una maravillosa oportunidad de acercamiento y de aprendizaje, la ocasión que la vida brinda a la familia para conocer a un August distinto, a veces incluso más cercano. A un ritmo ralentizado, como si el tiempo de la narración se acompasara a la nueva vida del enfermo, Arno Geiger nos abre su intimidad y nos descubre, paso a paso, el nuevo y precioso vínculo que va naciendo entre él y su padre. En congruencia con el carácter reflexivo del libro, el autor sabe crear un ambiente interno sosegado que contagia al lector, que se adentra en la lectura con la plácida serenidad de quien asiste a una liturgia mágica.

Más allá del inestimable consuelo y de la ayuda que puede proporcionar a aquellos que se encuentren en una situación similar, el libro supone una gran enseñanza: mientras haya vida siempre habrá oportunidad. Ésta es la lección que aprende y transmite Arno. Él, que nunca tuvo una relación digna con su padre; él, que había convivido tantos años con August ignorando tantas cosas de su pasado y los motivos de sus rarezas, ahora intuye y descubre las claves de su distancia. La enfermedad le reta a encontrar un código distinto y él acepta el difícil desafío, un desafío del que sale airoso y enormemente enriquecido. Con exquisita sensibilidad y una capacidad de observación que sólo proporciona el afecto y la naturaleza delicada de quien escribe, Geiger se acerca a su padre intentando imaginar el caos mental que lo domina, los miedos a los que ha de enfrentarse, la inseguridad, la desorientación, la frustración. En un gesto de empatía hacia su padre, Arno evoca el mundo incomprensible que desde hace un tiempo habita August para comprenderlo y puebla su camino de aprendizaje de reflexiones que constituyen un verdadero tesoro. El libro, que está salpicado de preciosos diálogos entre padre e hijo o de voces diferentes a la del narrador, que el autor distingue del hilo narrativo en cursiva, adopta un carácter casi poético y con mucha frecuencia las afirmaciones o respuestas de August –supuestamente inconexas e incoherentes- se acercan a las inteligentes aserciones de un Kafka o un Thomas Bernhard, como el mismo autor apunta.
Reflejando el cambio psicológico de la voz narradora, el último capítulo adopta una cadencia distinta, un carácter más enumerativo en las reflexiones, que ahora se ven potenciadas por los diálogos con otros inquilinos del hogar de ancianos en el que ha empezado a residir August. La narración no termina con la muerte de August, sino que queda abierta, como abierta queda también la relación entre padre e hijo. Todo un homenaje de Arno a su padre, y un acto de inteligente humildad de quien sabe reconocer lo que vale la sencillez y leer los signos del cariño donde otros ven sólo confusión y desorden.

© Anna Rossell

VIENA, 1900, UN RETRATO SOCIAL

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EL TENIENTE GUSTL
Arthur Schnitzler
Trad. Juan Villoro. El Acantilado, Barcelona, 2006, 60 págs.

por Anna Rossell
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Más allá del interés que pueda suscitar el tema al que dedica un escritor una pieza literaria, una de las características de la buena literatura es el sensible y original uso de la lengua, que, en manos de su autor, adquiere una fecundidad inusitada, una sorprendente capacidad de crear sentido por vías novedosas e inesperadas. Ello puede suceder, en lo formal, en todos los niveles: desde lo estructural en la morfología del léxico y en la sintaxis hasta el montaje o macroarquitectura del texto.
Hay a menudo en lo genial un ademán iconoclasta, la osadía de abandonar veredas conocidas para aventurarse por terrenos menos firmes, por incógnitos, pero retadores, en tanto que suponen la exploración fructífera de territorios vírgenes. Sobre todo desde el cambio de siglo a los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial, el siglo XX ha dado en este sentido grandes exploradores literarios que renovaron las técnicas de la escritura, incorporando a la literatura los conocimientos más vanguardistas sobre el alma humana. Joyce, Dos Passos, Faulkner, Woolf, Kafka, Döblin o Schnitzler, por mencionar sólo algunos de los más destacados de nuestro ámbito cultural, han sido innovadores en este sentido y como tales constan en la historia de la gran literatura universal. Innovación en aquellos años, cuya actualidad subraya la reedición de sus obras, que siguen despertando el interés del lector de hoy.

En el ámbito literario en alemán, la editorial El Acantilado muestra especial sensibilidad y buen tino al ofrecer un buen puñado de obras de este calibre en lengua española. La reciente publicación de El teniente Gustl constituye otro auténtico regalo.
Este relato o novela corta del austriaco Arthur Schnitzler (1862-1931) es uno de esos textos exquisitos. Publicada por primera vez en el diario vienés Neue Freie Presse en 1990 y como libro por S. Fischer, Berlín, un año más tarde, este breve pero intensísimo texto, pionero en alemán como puro monólogo interior, supone un hito en la historia de la literatura alemana. Schnitzler, cuya formación de médico le hacía especialmente permeable a los incipientes descubrimientos de la psicología, incorporó a la literatura los conocimientos de William James, quien ya en 1890 -The principles of Psychology- había definido la estructura de la mente humana como un monólogo interno, y los estudios de su coetáneo y conciudadano Sigmund Freud. Sin duda conocía bien los Studien über die Hysterie que éste había publicado, con Josef Breuer, en 1895. El escritor vienés, haciéndose eco de la tesis de la libre asociación como base del funcionamiento del subconsciente del individuo, vierte en sesenta páginas, que constituyen las escasas horas del tiempo narrado, el flujo de conciencia de su protagonista Gustl, un joven teniente del prestigioso ejército de la monarquía austro-húngara. No es de extrañar que el relato fuera en su momento motivo de escándalo y le costara a su autor su puesto de médico militar en la institución que retrataba, ya que Schnitzler no hace sino airear a los cuatro vientos los entresijos más recónditos del alma de un representante del ejército monárquico, que no sale precisamente bien parado. El continuo fluir de la conciencia del teniente Gustl nos permite conocer de primera mano y sin el camuflaje que imponen los formalismos sociales el verdadero fondo del protagonista. Éste, ajeno por completo a la música del concierto, al que asiste por puro compromiso y que le aburre soberanamente, da rienda suelta a sus pensamientos, que van fluyendo inconexos de acá para allá en función de donde se va posando caprichosamente su mirada o de un gesto que capta casualmente su atención. Contemplamos así la radiografía de su alma, la de un petimetre, cuya vida transcurre insulsa entre el servicio al ejército, los duelos de honor, el juego y los amoríos. El desagradable episodio que protagoniza a la salida del concierto un panadero conocido y que resulta altamente humillante para él supone un golpe de timón en el rumbo de esa voz interior, que ahora dejará oír su cólera y se ocupará sobre todo de organizar el suicidio al que se ve abocado y que nos llega sencillamente como uno más. El clímax que en el relato supone este episodio no hace sino acentuar la superficialidad en la que se sustenta la existencia del teniente y de toda una sociedad que se refleja en su mismo espejo: el hecho no añade la intensidad dramática que esperamos ante la inmediatez de una muerte inevitable, ni siquiera impulsa una reflexión, es, sencillamente, una anécdota sobre la que decide la pura casualidad.

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EL VALOR DE LO IRREVERENTE

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Elfriede Jelinek, Bambilandia
Trad. de Claudia Baricco. Destino, Barcelona, 2006, 218 págs.

por Anna Rossell
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Desde luego Elfriede Jelinek (Mürzzuschlag, Austria, 1946) ha aprovechado bien la tradición filosófica y literaria de calibre universal de su entorno inmediato. Wittgestein y Kraus impulsan una reflexión sobre el lenguaje que los autores de la Escuela de Viena en los años cincuenta y sesenta del siglo XX se encargan de llevar a la práctica con finalidades muy concretas: provocar con la innovación formal para cuestionar la cultura establecida, evitar la habituación y acabar con la receptividad inconsciente del lector u oyente. Ya en sus inicios como escritora, Jelinek manifiesta claramente su adscripción y nunca abandonará la tendencia iconoclasta de aquellas vanguardias literarias, su gusto por el montaje, por lo grotesco y lo macabro, su gesto irreverente y transgresor. Los primeros textos de Jelinek se forjaron en esta fragua y en su andadura ha desarrollado estas consignas estéticas hasta darles el sello personal que la hizo merecedora del Nobel de Literatura 2004 “por el flujo musical de voces y contravoces en sus novelas y obras de teatro”. Y es que la autora pone al servicio de su escritura su formación musical, trabaja con los ritmos, la cacofonía, la aliteración, el retruécano y la paronimia, y provoca con las palabras asociaciones inmediatas sorprendentes que producen un efecto similar al distanciamiento de Brecht. Todo podría quedar en un mero entretenimiento para virtuosos si no fuera porque Jelinek busca sus temas en lo injusto, lo ingrato, lo hipócrita y lo obsceno y le llama al pan pan y al vino vino. Es una pluma independiente, por más que muchos pretendan lo contrario, y apunta con su artillería formal al día a día de la obscenidad social y política, al tiempo que pone de manifiesto el poder manipulador del lenguaje y, en la obra que nos ocupa, no sólo del lenguaje de las palabras, sino también de las imágenes. Bambilandia. Babel reúne en un volumen dos textos de corte teatral, dedicados sin ningún pudor a los hechos más impúdicos del momento: la segunda guerra de Irak, que el intrincado trabajo literario de Jelinek trasciende y convierte en un alegato universal contra la guerra. La autora parte de la profunda convicción de que existe una íntima conexión entre cultura patriarcal y violencia y que de este mal básico se deriva casi todo lo demás. Pero la autora no cae en el maniqueísmo de presentar al género femenino como víctima y eximirlo de culpa, ahí está la vida para demostrar que también la tiene. El texto de Jelinek incorpora y reelabora muchos ingredientes esenciales de nuestra cultura: episodios de la mitología clásica, cristiana, judía y musulmana; lo que a primera vista -por el registro cotidiano del lenguaje y la acumulación atropellada de frases- pudiera parecer producto de la improvisación es en realidad un trabajo muy elaborado de verdadera intertextualidad e interculturalidad, en el que Nietzsche convive con Jörg Heider y Matthias Claudius. Partiendo de Los Persas de Esquilo y haciéndose eco del patetismo del autor griego Jelinek conecta las guerras Médicas con la de Irak, desenmascara los sucios intereses que la impulsaron, desmonta los argumentos de Bush, Rumsfeld y Cheney y subraya su conexión con la empresa Global Crossing o el consorcio Halliburton, arremete contra la tortura y afirma que los medios de comunicación hacen del mundo un circo, también de la guerra, de la tortura y del sufrimiento, y contribuyen a una educación sentimental kitsch e inmoral, que conduce nuestro pensamiento y nuestros deseos más íntimos. Ella lo demuestra continuamente con su trabajo lingüístico de libre asociación, que es la prueba más fehaciente de que la asociación no es libre. Jelinek levanta ampollas, y es que “se limita” a sostener un espejo delante del monstruo. Lo dice ella en la introducción: “Vaya mi agradecimiento a Esquilo y a Los Persas […]. Si es por mí también pueden agregar una pizca de Nietzsche. Pero el resto tampoco es mío. Es de los malos padres. Es de los medios.” Una pluma de las que hacen falta, que a mi modo de ver peca sólo de iteración. Habida cuenta la dificultad que la traducción entraña es de lamentar que la editorial haya “corregido”, por cacofonía, el ingente esfuerzo de la traductora argentina, cuya versión a pesar de ello sigue siendo encomiable, fiel sobre todo al espíritu de Jelinek, que ha estudiado a profundidad, enriquecida además por un utilísimo aparato crítico.

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ELFRIEDE JELINEK, PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2004

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Elfriede Jelinek,
Premio Nobel de Literatura 2004,

por Anna Rossell
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Sucede con los escritores que se manifiestan abiertamente acerca del acontecer político-social de su tiempo que a menudo la crítica y la opinión en general acaban por confundir su literatura con sus declaraciones y tomas de partido públicas, sobre todo cuando éstas arremeten con decisión y contundencia contra los poderes establecidos. Así la sola mención de su nombre provoca las más encontradas reacciones, de odio o extrema simpatía, en función del rechazo o el afecto que sienta quien lo oiga hacia el personaje en cuestión.
Claro que literatura y vida van estrechamente ligadas, pero desde luego no son lo mismo. Y no es admisible que hasta los profesionales de la crítica emitan juicios pseudoliterarios sobre la obra de un escritor cuando en realidad se trata de homenajes o ajustes de cuentas personales que nada tienen que ver con la literatura. Este es el caso de la escritora austriaca Elfriede Jelinek quien, a lo largo de su trayectoria, no se ha librado de los violentos ataques de sus detractores, que han tildado su obra de pornografía barata y la han descalificado como una alternativa al verdadero arte. El Premio Nobel de Literatura con que la autora acaba de ser galardonada viene a poner punto final a la difamación y caza de brujas a las que Jelinek se ha visto sometida sin tregua en su país y despeja de una vez por todas las dudas que algún lector poco sensible o simpatizante del ultraderechista FPÖ de Jörg Haider pretendiera albergar respecto a la calidad de su literatura. Y es que los textos de Jelinek levantan ampollas: actúan como un revulsivo en aquellos que tienen la capacidad y el valor de reconocer la brutalidad de lo brutal o desatan las iras de los que se escandalizan ante la descarnada realidad y se empeñan en negar la evidencia de lo indecente por inconfesables razones.
La literatura de la autora austriaca queda muy lejos de ser políticamente correcta, porque lo políticamente correcto y el verdadero arte se excluyen por definición. Con sus temas pone el dedo en la llaga y remueve y ahonda en su interior hasta mostrar las entrañas sangrantes porque urge hacerlo. Sus textos son una constante denuncia de los valores patriarcales y machistas que dominan nuestra cultura, ejercidos por ellos y asumidos e interiorizados por ellas. En sus novelas parodia la novela rosa, desenmascara la mentira de las relaciones amorosas que no son sino un ejercicio cotidiano de violencia sexual, retrata sin tapujos la inquietante amargura de una vida cercenada para el amor, abocada al sadomasoquismo por causa de la tiranía que ejerce una madre autoritaria sobre su hija, critica con sorna el hipócrita comportamiento de la pequeña burguesía de los años cincuenta, arremete contra la evolución político-social de su país al que acusa de continuismo nacionalsocialista o desmitifica la falacia de los idilios provincianos. Igualmente implacable se muestra Jelinek en sus numerosas obras de teatro a cuya innovación también ha contribuido. Pero la buena literatura no consiste únicamente en escribir lo que reclama ser escrito, sino además en escribirlo bien. Y desde luego Elfriede Jelinek lo hace; conoce a la perfección las posibilidades de la lengua y la maneja con un virtuosismo rayano en la exquisita minuciosidad. El experimento lingüístico en el que se recrea pone de relieve la asombrosa capacidad del lenguaje para la violencia. Al contrario de lo que afirman algunos, su literatura es pura antipornografía precisamente porque muestra lo pornográfico de la vida. Jelinek ha creado un nuevo estilo a base del montaje asociativo, la original utilización del léxico, la provocadora combinación de registros, de ritmos y sonidos recurrentes, proverbios y muletillas. Este extraordinario y genial uso de la lengua por parte de una conciencia lúcida que airea sin remilgos la obscenidad cotidiana la ha hecho justamente merecedora del primer Nobel en la historia de la literatura austriaca. A pesar de la dificultad de la tarea, en español disponemos de la traducción de tres novelas de los años ochenta: Los excluidos, La pianista (Mondadori, 1992 y 1993 respectivamente) y El ansia (Cátedra, 1993) que sirven para hacer boca. Sin duda ahora veremos pronto traducido el resto de su obra.

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Y ES QUE EL DANUBIO NO ES AZUL

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Elfriede Jelinek
La pianista
Traducción de Pablo Diener
Mondadori, Barcelona 2004, 285 pp.

por Anna Rossell
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A juzgar por el revuelo que ha generado en un sector considerable de la crítica literaria en lengua alemana la concesión del Premio Nobel 2004 de Literatura a Elfriede Jelinek (Mürzzuschlag –Austria-, 1946), se diría que la Academia de Estocolmo ha perdido la razón. Sorpresa, estupefacción, decepción, escándalo, son sólo algunas de las estaciones que dibujan la evolución emocional que ha precedido a la avalancha de artículos y opiniones publicados estos últimos meses en los suplementos culturales de los periódicos y las revistas literarias en lengua alemana.

Muchas y muy autorizadas voces, Marcel Reich-Ranicki e Iris Radisch entre otras, que desde siempre habían menospreciado su literatura, han vuelto a la carga reafirmándose en sus antiguas valoraciones. Los deméritos que los detractores achacan y han achacado a la autora, antes y después de la concesión del premio, abarcan un amplio espectro: gusto obsesivo por lo obsceno, exageración, devoción por los juegos caprichosos de palabras, recurrencia machacona de los temas, provincianismo o trivialidad. Algunos arguyen, con intención despectiva, que en su caso se trata de “literatura de mujeres para mujeres”. Estos son sólo algunos de los reproches más frecuentes, mientras que otros se abstienen de matizar y relegan su obra al completo directamente al cajón de la pornografía barata. Descalificaciones desconcertantes y sintomáticas todas, habida cuenta que ninguna de ellas es, en sí, estrictamente literaria y nada dice sobre la calidad de la escritura.

De todas las objeciones que los muchos detractores de Elfriede Jelinek hacen a su literatura una de las que más sorprenden es la afirmación de que la suya es una escritura al servicio de una ideología, carente por completo de ambición estética. Que su adscripción ideológica sea nada menos que de corte marxista-feminista puede orientar al lector en cuanto a la etiología del apasionamiento y del sospechoso ahínco con que demasiados –y demasiadas- se afanan en desprestigiar sus obras. Con todo, y aunque de importancia capital, éste es sólo uno de los factores que explican la virulencia de los ataques. El otro, no menos importante, tiene que ver con la encarnizada polémica en la que se enzarzan sistemáticamente los críticos literarios en legua alemana, que, eternamente polarizados en dos frentes, caen una y otra vez en la tentación de aplicar el baremo de la ideología como criterio literario y quedan atrapados en una discusión que pierde a menudo su verdadero objetivo. La comprensible y justificada desconfianza hacia las ideologías, que se adueñó de las conciencias alemanas y austriacas más sensibles tras la derrota del nacionalsocialismo, agravada después por si fuera poco por demasiados subproductos literarios de la República Democrática Alemana, de innegable servilismo partidista, son un lastre del que ni autores ni críticos pueden desprenderse fácilmente. Tampoco es deseable que lo hagan, siempre y cuando aquella desconfianza se mantenga en sus límites razonables y no impida el juicio lúcido y temperado, capaz de distinguir entre la buena literatura y la literatura de servilismo ideológico.

Es innegable que Elfriede Jelinek escribe sus textos desde una clara y meridiana visión del mundo y que presenta sin tapujos la obscenidad en el sentido más amplio del término (no sólo en su connotación sexual). En este sentido pudiera decirse que la autora toma partido con decisión y contundencia sin ser en ningún momento partidista, arremete –por la violencia que genera- contra los fundamentos patriarcales de nuestra sociedad e impulsa la reflexión sobre el feminismo sin que se la pueda tildar de feminista y sugiere una conexión entre capitalismo por un lado y discriminación y agresión a la mujer por otro sin que su literatura pueda ser calificada de marxista. Estos son, por decirlo brevemente, los materiales con que construye su universo de ficción. Pero su mérito no sería literario si radicara exclusivamente en estos parámetros. Es su personalísima e innovadora manera de narrar, vanguardista por excelencia, la que eleva a la autora a la categoría de escritora magistral. Jelinek practica una literatura de denuncia que, formalmente, rompe los modelos literarios tradicionales, diluye los límites entre los géneros y se sustrae a una definición fácil. Es precisamente esta conjunción entre el talante comprometido de su literatura y el excelso virtuosismo en lo formal lo que la hizo merecedora del Nobel, concedido, según la Academia Sueca, “por la musical fluidez de las voces disonantes en sus novelas y obras teatrales, que, con singular apasionamiento literario, desenmascaran lo absurdo y el poder ineludible de los clichés sociales”.

Hasta ahora poco conocida en nuestro país –Los excluidos, La pianista (Mondadori, 1992 y 1993 respectivamente) y El ansia (Cátedra, 1993)-, los lectores en lengua española disponen desde principios de año de la reedición de una de sus novelas más logradas, La pianista (Mondadori, 2005), conocida en España sobre todo a través de la película franco-alemana del mismo nombre. Dirigida por Michael Haneke e interpretada magistralmente por Isabelle Hupert -que borda el difícil papel de la protagonista-, recibió la “Palma de Oro” en el festival de Cannes. Es obvio que el lenguaje cinematográfico se rige por criterios distintos que el literario, por lo que no puede dar cuenta de la calidad de la novela, que no se manifiesta sino en el texto.

Con un estilo entrecortado, distante y frío, narrada en tercera persona, la autora nos cuenta la historia de una existencia frustrada definitivamente y desde la infancia para la vida y el amor. Erika Kohut, una mujer de poco más de treinta años, vive con su anciana madre -posesiva, tirana y egoísta- una relación de mutua dependencia sádico-masoquista. Todo en la triste vida de esta profesora de piano en el conservatorio de Viena remite a su fracaso como compositora, meta hacia la que había sido programada. A través de incursiones retrospectivas se esboza la problemática anterior, que apunta a las posibles causas inmediatas de la patología: encorsetada en la rigidez impuesta por la disciplina de largos ejercicios musicales, la niñez de la protagonista se había visto privada de las necesarias y naturales expansiones de la edad por deseo de su severa madre, que no duda en utilizar a su hija para conseguir sus aspiraciones sociales. Tras el reciente ingreso del padre en un psiquiátrico, madre e hija vivirán solas y exclusivamente para sí y su prestigio social en su piso del centro de Viena.
Para Erika los años transcurren monótonamente marcados por la rutina del trabajo en el conservatorio y entre las paredes de su casa, que no abandona sino para impartir sus clases. Inhabilitada para los sentimientos, no se resigna a que se apaguen los últimos destellos de su juventud sometida al encierro en que la mantiene la madre con la pretensión de protegerla. Escapadas voyeristas, lesiones autoinfringidas en el sexo, violencia física y de palabra entre madre e hija y proyectos de prácticas amorosas sado-masoquistas con un alumno aparecen como la sintomatología de un cuadro patológico que, con variaciones, se nos sugiere como normal en el seno de cualquier familia de la buena burguesía vienesa.

Jelinek pone al descubierto lo que se esconde tras las armoniosas fachadas de los históricos palacios de la ciudad de Viena, destruye sin piedad el mito de la capital europea de la música como sinónimo de riqueza cultural y aristocracia espiritual y desenmascara como gran falacia el idilio evocado en Sisí Emperatriz y en los valses de Strauss. Se revela en esto como clara heredera de una larga tradición que va desde Kafka a Bernhard, pasando por Kraus, Wittgenstein, los Volksstück de Ödön von Horváth, Marieluise Fleisser y Franz Xaver Kroetz y que en la filmografía de Alexander Kluge.y los directores cinematográficos en torno al Manifiesto de Oberhausen (1962) trasciende el terreno de la literatura.

Altas cotas de virtuosismo alcanza el trabajo semántico-lingüístico de esta escritora, que experimenta con el lenguaje y con distintos montajes textuales, con la cacofonía y con el ritmo, que elige todas y cada una de las palabras que escribe con exquisito cuidado, atenta siempre a los efectos y a las connotaciones para evocar diversas y simultáneas asociaciones en el lector con la intención de parodiar. Si en alguna parte le queda algún sentido al tan manido término de la intertextualidad, es sin duda en los textos de Jelinek. Precisamente por la complejidad que su literatura adquiere en lo formal es tan difícil su traducción a cualquier lengua. Con todo, y a pesar de que inevitablemente se pierde parte del efecto, la lectura traducida sigue mereciendo la pena.
Desde luego, la literatura de Jelinek puede no gustar por muchas y diversas razones. Sus temas no son plato de gusto. Pero nada más alejado de la realidad pretender que no tiene calidad estética. Afirmarlo es confundir el tocino con la velocidad.

© Anna Rossell
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