LEÓN EL AFRICANO (Amin Mahlouf)

Hay obras literarias que resultan admirables por su calidad artística, por lo bien escritas que están, por lo magníficamente que pueden llegar a articular, y transmitir, en un lenguaje de signos escritos convencionales, ideas, opiniones, sentimientos, vivencias… Hay obras literarias que, sin alcanzar tales galardones en lo atinente a sus cualidades técnicas, pueden resultar admirables por su capacidad para hacer sentir al lector aquello que el autor pretende hacer sentir -algo que puede parecer sencillo, pero que no lo es, en absoluto-. Y hay obras literarias que, más allá de todo eso (o además de todo eso, probablemente), consiguen algo tan extraordinario como es el evocar la vivencia de aquello que no se vivió. ¿Es eso literatura? Pues sí; pero, además, es magia. León el africano es magia, pura magia.

Desde los primeros pasos de un niño expectante y atento en una Granada que está a punto de asistir al derrumbamiento definitivo de un imperio multisecular hasta el reposo definitivo del viejo luchador (aunque no guerrero) que, aun con sólo cuarenta años, cansado y dolorido, retorna a un Túnez en el que sólo quiere abandonarse a un lento fluir de un resto de existencia, la peripecia vital de Hassan/Juan León es puesta en palabras con extraordinaria maestría por Amin Maalouf, a través de un relato en el que fluidez (que no velocidad) narrativa y sencillez (que no simplicidad) expresiva se dan la mano para tejer una malla en la que el lector queda atrapado cual tábano embriagado, seducido por el meloso fluir de un verbo certero, sutil y acariciante.

La malla, aun sutil y ligera en su textura, no carece de una tremenda densidad temática y de perspectivas, que dotan a la novela de una riqueza tan deslumbrante como amplio es el abanico de los campos y aspectos que abarca: novela histórica, novela religiosa, novela de viajes, novela costumbrista, novela social; pero, por encima de todas las cosas, novela que profundiza y escarba en las tribulaciones del espíritu humano, tan sometido -en una contradicción que nuestro protagonista, bien consciente de ella, jamás deja de eludir- a los designios de un ser superior (aparentemente) como a los vaivenes que el amor y sus manejos termina imponiendo (realmente). Ésa es, más allá de todo su apabullante itinerario existencial (tanto en lo geográfico como en lo familiar, lo económico, lo social o lo religioso), la verdadera peripecia del actor principal, y narrador, del relato. Alfa y omega, son sus amores los que marcan sus decisiones, sus avatares y sus destinos: poderoso caballero, ese amor, capaz de tan fuertes y decisivas influencias, y pobre de aquel que no sea capaz de reconocer tal poderío y rendirle la debida pleitesía.

En cualquier caso, más allá de esa auténtica idea-fuerza que atraviesa toda la narración, Maalouf nos ofrece una auténtica muestra de sabiduría narrativa; un vivo ejemplo de que la buena escritura siempre ha de huir del verbo ampuloso y grandilocuente (algo imposible de encontrar a lo largo de las casi trescientas páginas a lo largo de las cuales se extiende la novela), y una lección de cómo una correcta dosificación y ordenación del material que constituye la médula del relato (a base de capítulos breves y perfectamente ajustados a episodios bien definidos, ceñidos a tiempos concretots) siempre redunda en el bienestar y la placidez del lector. Ahí es dónde reposa buena parte de la grandeza de León el africano: en eso y en saber atemperar con dulzura y sin asperezas aquellos pasajes en que hacen presencia esos temas que más se podrían prestar a lo morboso, y en los que tanto se suelen recrear torticeramente obras de menos vuelo literario y más ambición comercial, como son la muerte violenta y el sexo -que no están ausentes en el relato, aunque tampoco tengan un peso muy sustancial en el mismo-. Una demostración más de templanza, buen gusto y delicadeza a la hora de tratar (y no maltratar) al lector.

No podría cerrar esta reseña sin hacer mención al trabajo de las dos traductoras, Mª Teresa Gallego y María Isabel Reverte, a la hora de trasladar a nuestra lengua el texto original de Maalouf: se advierte claramente cuánto cuidado ha sido puesto en trasladar, no tanto dicho texto -que también-, sino, muy especialmente, la atmósfera, el cúmulo de sensaciones y sentimientos que del mismo emanan; y dicho cuidado ha rendido excelentes frutos, no cabe duda alguna a la vista de los resultados. Desconozco los términos del texto original, pero dudo mucho que del mismo emanaran efluvios anímicos a muy distintos a los que sus transcriptoras han conseguido captar y trasladar al que sí he tenido ocasión de leer: vaya desde aquí el reconocimiento de mi gratitud (el que le habría de expresar al autor, ya va implícito en los elogios vertidos en los párrafos precedentes) hacia ambas.

Manuel Márquez

Juan Sin Letras. Una cruzada literaria.

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