LA RAZÓN PERSONAL, ÚLTIMA INSTANCIA DE LA MORALIDAD

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Bernhard Schlink, Mentiras de verano
Trad. Txaro Santoro
Anagrama, Barcelona, 2012, 258 págs.
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por Anna Rossell

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Después de la famosísima novela El lector, que catapultó a Bernhard Schlink a la fama –traducida a 39 lenguas, fue el primer libro alemán que encabezó los más vendidos en la lista del New York Times-, cualquier nueva publicación del autor es esperada con impaciencia y hasta acogida con exagerada generosidad. Es difícil superar o incluso igualar el logradísimo equilibrio entre la acertada selección de ingredientes que reunía El lector: polémico por excelencia, sobre todo en su país, por poner el tema del nacionalsocialismo una vez más en la palestra bajo una óptica osada y renovada, el arte de saberlo prolongar planteándolo en su vertiente filosófica universal, una buena dosis de suspense en el desarrollo y la habilidad para suscitar una porción de mórbido interés a través de la relación sentimental entre sus protagonistas, un joven alumno de instituto y una mujer madura. Mentiras de verano, publicado en alemania en 2010, que desde abril cuenta ya con la segunda edición en España, no ha sido concebido con la ambición de la novela, ni tan siquiera con la algo más modesta de la serie del inspector Selb del mismo autor, de la que el lector hispanohablante puede gozar también en lengua española. El acertado título parece querer no llevar a nadie a engaño, anuncia la intención de una serie de textos sin desmesuradas pretensiones, de fácil lectura y temática desenfadada, ideal como entretenimiento de verano. Y cumple con este objetivo esta colección de siete cuentos, que, con todo, sigue teniendo el sello filosófico que caracteriza todos los escritos de su autor, que tampoco ahora renuncia a plantearse preguntas y a confrontar a sus lectores con la complejidad del comportamiento humano.
Bernhard Schlink (1944, Großdornberg –alemania-), parece querer compensar en la ficción literaria el espinoso realismo de la práctica de su profesión de juez, pues todas sus obras giran en torno a la dicotomía ley versus justicia como dos planos diferentes condenados a no coincidir. Y si bien el autor pretende plantear el tema de modo imparcial y lanzar al aire la pregunta sin arriesgar una respuesta, se insinúa claramente la tesis de que la injusticia es inherente a cualquier sentencia. Así tanto en la serie policíaca de Selb como en El lector la ley se nos presenta como un instrumento inapropiado para administrar justicia y en este último se hace evidente que la moralidad y la legalidad siguen caminos propios y trabajan con materiales distintos. A Schlink le interesa estudiar esta temática, que a menudo le hace plantearse la moralidad de la verdad y la mentira. Ya El lector partía de una mentira en el desarrollo de la trama. En Mentiras de verano Schlink explora las consecuencias de la mentira (o de silenciar la verdad) en la vida de los protagonistas de sus siete historias –algunas algo forzadas- y en sus relaciones. En este caso el autor alemán sale airoso en su intención de no juzgar a sus personajes, la voz narradora se abstiene de cualquier opinión, ni siquiera insinuada, y se limita a su papel de observador imparcial que transmite los hechos tal y como supuestamente sucedieron. Tampoco existe en lo narrado un intento de introspección sicológica, si hay que arriesgar alguna tesis, quizá entonces la de que todos los seres humanos nos servimos en la vida de la mentira, más o menos consciente –también del autoengaño-, para compensar nuestra debilidad y encontrar el propio equilibrio en situaciones de otro modo insuperables o superables sólo con dolor y dificultad. Ante la imparcialidad del narrador cada historia –una breve incursión en la vida cotidiana de individuos corrientes- lleva al lector a plantearse por sí mismo el por qué de la mentira, incluida la propia; a cada lector le corresponderá en cada caso la respuesta. Vistas las Mentiras de verano como una parte del conjunto de su obra, diríase que el autor subraya la motivación personal como único y auténtico referente moral.

© Anna Rossell

Defectos más comunes de una novela (VI) El control ISO de las mercancías

No me seas viejales...

Sí, el autor demuestra un gran conocimiento del medio cuando se dedica a describir las calidades de los tejidos, de la porcelana, de los vinos, de la decoración y de los vestidos que llevan los personajes. Lo reconozco.

Incluso puede que algún lector pardillo pique y se convenza de que está leyendo algo escrito por una persona refinada, de buena cuna y honda estirpe. Hasta puedo admitir que a fuerza de alabar la riqueza el autor puerda convencer a algún desgraciado de que él es también rico y consiga así un préstamo. Ese es el objeto último de quienes alaban a los ricos sin serlo, por si no lo sabíais, así que ojo si conocéis a alguien que practique esa extrañeza, proque os puede caer un sablazo.

Reconozco también que la elegancia yla distinción, como parte del ambiente o del marco d euna obra, pueden expresarse a través de un censo de personas y un inventario de capitales.

Reconozco todo eso, pero hoy en día no se puede seguir escribiendo sobre paisajes porque no se va a competir con el National Geographic y no se puede escribir sobre el espesor de las cortinas porque parece que las quieres vender y acabas compitiendo con la semana blanca de El Corte Inglés. Entretenerse en calidades, en tecas y caobas, en rasos y tafetanes es una pedantería, un reflejo arcaico y un aburrimiento para la mayoría de los lectores, que ni tiene unos grandes almacenes ni trabajan en la sección de compras de una casa museo.

Aburrir con personas es grave, pero aburrir con cosas es ya el colmo.

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El programa final (MICHAEL MOORCOCK)

El programa final

Algunos capítulos de esta novela aparecieron en New Worlds entre 1965 y 1966. Michael Moorcock (nacido en 1939), más conocido en esa época por sus cuentos de espada y hechicería sobre Elric de Melniboné, escribió esta novela en un mes. A pesar de la rapidez, fue su primera novela «seria», y también, adecuadamente, su pri­mera novela de humor, pero le costó varios años encontrar un edi­tor dispuesto a publicarla. A quienes leyeron el manuscrito debió de parecerles una obra excéntrica, incluso incomprensible. Sin em­bargo, cuando finalmente el libro apareció en Gran Bretaña en edi­ción encuadernada en tela, The Times Literary Supplement señaló: «El efecto total –¿a qué otra novela de ciencia ficción de catástro­fe podría aplicársele el término?– tiene encanto…». El programa final (The Final Programme) ha seguido fascinando a los lectores, y lo mismo las tres novelas siguientes, cada vez más ambiciosas: A Cure for Cancer (1971), The English Assassin (1972) y The Condition of Muzak (1977). Los cuatro libros se publicaron luego, única­mente en los Estados Unidos, en un solo volumen titulado The Cor­nelius Chronicles.

La primera edición de The Final Programme contenía esta dedi­catoria: «A Jimmy Ballard, Bill Burroughs y los Beatles, que son quienes están señalando el camino». Esta mezcla de nombres insi­núa el clima de la novela. El personaje principal, Jerry Cornelius, es un joven de pelo largo, drogadicto y de sexualidad no definida. Se dice que ha sido jesuita, y ha escrito un libro titulado En busca del tiempo a través de la decadencia de Occidente. Le entusiasman los coches veloces y los barcos potentes y aprecia la música rock de The Who, The Moody Blues y The Animals («Jerry sólo escuchaba lo me­jor»). Lleva una «pistola–jeringa» y no tiene ningún inconveniente en utilizarla. Figura quimérica de aparente amoralidad, Jerry Cor­nelius es un intento consciente de Moorcock de crear un héroe mí­tico y acorde con la época. Tiene aspecto de camaleón y es imposi­ble retenerlo y clasificarlo, pues se mueve despreocupadamente en un mundo caótico.

La primera parte del libro es el relato ágil y violento de una incursión a la antigua casa de Jerry en el norte de Francia. Jerry, en complicidad con la peligrosa señorita Brunner, quiere vengarse de su detestable hermano, quien mantiene prisionera a la hermana de ambos. En la segunda parte, la acción vuelve a Londres, donde Jerry se siente verdaderamente en su casa: «En esos días el mundo estaba dominado por las armas, la guitarra y las jeringas, más se­xuales que el sexo, en el que la buena mano derecha se había vuelto el principal órgano sexual masculino…».

Algo muy viril, y que sugiere la inocencia suspicaz que tanto ca­racterizó la década del sesenta. La historia, que muy deliberada­mente carece de sentido, involucra ahora a Jerry en un viaje a Lapland, donde la señorita Brunner está construyendo un ordenador en cavernas subterráneas que los nazis han dejado abandonadas. Esa máquina desarrollará el «programa final», integrando la suma total del conocimiento humano. Otra vez en Londres, Jerry da una fiesta que es el escenario de la tercera parte de la novela. La fiesta dura meses y a ella asisten «lesbianas turcas y persas con enormes ojos seductores como de tristes gatos castrados», así como también un grupo pop llamado «El pinchazo profundo», un «albino autocompasivo» (éstos como referencias), y muchos, muchos otros.

El libro termina con la creación de un nuevo y artificial Mesías, una fusión hermafrodita de Jerry y la señorita Brunner, que con­duce a la población de Europa a su trágico destino en el mar. «Un mundo atractivo –reflexiona el Mesías una vez cumplida su ta­rea–, un mundo muy atractivo.» El programa final sólo puede ser descrita, no analizada. Gran parte de la novela, en especial los dos últimos tercios, es realmente entretenida, aunque desconcertante. No es en realidad una sátira, ni parece cínica: es una comedia de de­sesperación, una novela de arte pop, toda superficies y apariencias, que capta bellamente el estado de ánimo de su tiempo.

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Nova (SAMUEL R. DELANY)

Es un título apropiado. Aunque tenía apenas veinticinco años cuando la escribió, Nova fue la octava novela de Samuel Delany. Fue también la primera en aparecer con tapas duras. Las obras an­teriores, aparecidas en ediciones de bolsillo, Babel–17 (1966) y La in­tersección de Einstein (1967), habían sido muy elogiadas, y Algis Budrys consideró a Delany como «el mejor escritor de ciencia fic­ción del mundo». No es exagerado decir que irrumpió en la escena de la cf norteamericana como una estrella fulgurante. En efecto, Delany era la nueva ola norteamericana. Los lectores pudieron no haberse dado cuenta en su momento, pero Nova resultó ser la obra maestra de Delany. A ella siguió un largo período de silencio, y cuando en 1975 se publicó la tediosa novela Dhalgren, no quedaban dudas de que había tomado un camino distinto. Hay que volver a Nova para apreciar al joven Delany en su cúspide: todo brillo y fili­granas, un maestro de la acción y la emoción.

Ambientada en un medio interestelar, Nova es una puesta al día de la ópera espacial de las revistas populares. Nos describe la bús­queda que emprende el capitán Lorq von Ray de una nueva fuente de ilirion, metal pesado de inmenso valor. Cree que puede encon­trarlo si sumerge la nave espacial en una estrella que está a pun­to de convertirse en nova. En la inmovilidad del centro de esa bola de fuego encontrará una fuente ilimitada de ilirion. Con ese tesoro cambiará la estructura económica de la galaxia conocida y doble­gará la tiranía del autocrático Príncipe Rojo, descendiente de la corporación Raza Roja. Para que lo acompañe en esta loca misión reúne a una heterogénea tripulación de personajes vívida-mente pintados.

El más importante de ellos es un muchacho gitano, llamado Mouse, que improvisa maravillosas «melodías» en un instrumento que se conoce como siringa sensorial. El mayor admirador de De­lany, Algis Budrys, ha señalado que Mouse es otra encarnación del héroe preferido del autor, el «muchacho mágico», dotado de talen­tos innatos y la sabiduría de la calle. Samuel Ray Delany (nacido en 1942) es un muchacho mágico, hijo de un contratista negro de
Harlem, Nueva York, cuya mejor virtud es su capacidad para co­municar la alegría tremendamente liberadora que representa para él la ciencia ficción.

La línea argumental, aunque vigorosa y bien manejada, tiene menos importancia que el rico y equilibrado telón de fondo. La novela retrata con éxito una sociedad futura grande, compleja, su­perpoblada, y fundamentalmente esperanzada. Es, en realidad, utópica, pero sin las características rígidas ni la organización esquemática de las visiones utópicas, que tanto malestar producen en el lector. Transmite la sensación de que el futuro puede llegar a ser un lugar maravilloso para la «gente común», como los gitanos desheredados, los negros, las mujeres, los albinos y los intelectuales extravagantes, pues es precisamente ese sector de los desprotegidos el que ha heredado el universo. El libro transmite la sensación de que el futuro será diferente en tantos aspectos que hoy apenas po­demos imaginarlo. Las páginas desbordan con episodios incidenta­les. En lugar de los insulsos y metálicos corredores de las ciudades futuras que imaginan Asimov y Clarke, Delany nos presenta una metrópolis interestelar que tiene la apariencia de un enorme bazar, con suciedad, mal olor y caos, pero que a los ojos del muchacho má­gico ofrece maravillas y placer, y estimula la imaginación hasta el delirio.

La imagen más atractiva de la novela es la de los enchufes implantados quirúrgicamente con que están equipados todos los personajes. Esos enchufes permiten a la gente de Delany «enchu­farse» a cualquier máquina, a cualquier sistema, y controlarlos di­rectamente a través de impulsos nerviosos cerebrales. Las felices, satisfactorias relaciones entre seres humanos y máquinas constitu­yen una parte importante de la utopía. Ahora todo el mundo es un «cyborg» u organismo cibernético, las máquinas se han convertido en parte de la humanidad, pero la humanidad no se ha mecani­zado, y la mente humana gobierna todas las cosas. Es una visión inspiradora, una consumación deseable.

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El día de los trífidos (JOHN WYNDHAM)

trifiRecuerdo muy bien la impresión que me causó este libro de Wyndham cuando lo leí a los trece años. El héroe se despierta en un hospital, con los ojos vendados, después de una pequeña opera­ción. Sabe que es miércoles, pero, extrañamente, faltan los ruidos propios de un día laborable; no oye el tránsito habitual, sino sólo un extraño arrastrar de pies y un ocasional grito humano. Finalmente, se arranca el vendaje para descubrir que casi todo el mundo, ex­cepto él, se ha vuelto ciego. Es un comienzo brillante, uno de los mejores ganchos de la ficción popular. El estilo carece de pretensio­nes, es muy inglés, muy de clase media, algo frívolo, un poco indife­rente. Pero la historia es tremendamente cautivante. Bill se pasea por las calles de Londres, evitando a la gente, presa de pánico. Pronto se encuentra con una atractiva joven que también conserva la vista. Son los elegidos, realmente. Entonces llegan los trífidos, grandes plantas ambulatorias, posiblemente de origen extraterres­tre, que han sido cultivadas por su valioso aceite. En un mundo re­pentinamente ciego, las plantas se han hecho dueñas de la situa­ción, deambulando por las calles de la ciudad y atacando con sus picaduras fatales. Así, resumido, parece absurdo, pero Wyndham consigue transmitir una sorprendente verosimilitud. Juega con los temores colectivos de posguerra sugiriendo que la ceguera univer­sal ha sido provocada por la puesta en marcha prematura de un dis­positivo militar secreto en la órbita de la Tierra. Da a entender que los trífidos son la venganza de la naturaleza sobre una raza humana arrogante. Pero sería un error insistir en el aspecto «moral» de lo que es ante todo un excitante juego de evasión.

El autor, cuyo nombre completo es John Wyndham Parkes Lu­cas Beynon Harris (1903–1969), hizo un largo aprendizaje en revis­tas populares británicas y norteamericanas, aunque no permitió que ese dato se conociera. Para la mayoría de los lectores, «John Wyndham» era en 1951 un escritor novel (gran parte de su obra previa había aparecido firmada por «John Beynon Harris» o «John Beynon»). Se convirtió en un bestseller en Gran Bretaña, y los críticos suelen compararlo con H. G. Wells. En realidad, su agudeza y su originalidad eran mucho menores que las de Wells. Sus novelas posteriores, Kraken acecha (1953) y Las crisálidas (1955), tuvieron también mucho éxito y muchos inspirados imitadores. Son la quin­taesencia de las «novelas de desastre» británicas, consideradas hoy una subcategoría de la moderna ciencia ficción. En cada una de ellas, algún cataclismo domina la Tierra, y unos pocos y valientes individuos luchan por sobrevivir, normalmente sin demasiada difi­cultad. En realidad, se trata de libros bastante afables, relatos de ca­taclismos domesticados.

El día de los trífidos (The Day of the Triffids) describe una catás­trofe muy amena. Mueren millones de personas, pero el lector no se en­tristece. Bill y su puñado de bien disciplinados amigos tienen mu­chas oportunidades para probar su humanidad. Hay también muchas oportunidades sexuales. En determinado momento, se exhorta al héroe a que tome varias «esposas», pues no hay suficiente cantidad de hombres. Él permanece fiel a la monogamia, pero, ¡vaya situa­ción difícil! No hay en el libro sexualidad manifiesta, aunque el lec­tor es dueño de dejar volar su imaginación…

El relato termina con el héroe y la heroína viviendo una vida fe­liz en la isla de Wight, y no hay duda de que sus hijos se convertirán en robustos modelos ingleses. Este final contrasta con la dolorosa sensación de pérdida que se experimenta en los últimos capítulos de La Tierra permanece, de George Stewart. La novela de Wyndham carece de la profundidad del libro de Stewart, pero, de todos mo­dos, es una pieza efectiva de la moderna fabricación de mitos. En cierto sentido, está cargada de nostalgia por el Frente Interno de la segunda guerra mundial, al proyectar, como lo hace, un espíritu de Dunquerque más bien alegre, una visión disciplinada de las cosas.

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