Como 1984, tampoco este libro se publicó con el rótulo de «ciencia ficción», pese a lo cual ha llegado a considerárselo como una de las grandes novelas norteamericanas del género. Y no cabe duda de que es ciencia ficción. En este caso, la ciencia que tan eficazmente sostiene la narración es la ecología (que en 1949 distaba mucho de ser una palabra de moda). George Rippey Stewart (1895–1980) enseñó inglés en la Universidad de California y escribió más de treinta libros, desde novelas históricas hasta estudios eruditos de toponimia. Tenía un inagotable interés por la historia y la geografía de los Estados Unidos, así como una profunda comprensión de las maneras en que el medio ha moldeado la actividad humana. Sus novelas Storm (1941) y Fire (1948) tratan de los esfuerzos de los norteamericanos para enfrentar las catástrofes naturales. En la mejor de sus obras, La Tierra permanece (Earth Abides), describe con todo detalle el tiempo posterior a un desastre inusual: una misteriosa plaga mata a la inmensa mayoría de la raza humana.
Isherwood Williams, un graduado en geografía, vuelve de pasar una temporada en la montaña y descubre que todo el mundo está muerto. Al comienzo de la novela actúa como un Robinson Crusoe, con un continente entero para mantenerse. Deambula por ciudades y pueblos vacíos, y observa la degradación del paisaje con desapasionada mirada de científico. Se hace amigo de un perro; observa plagas de insectos y roedores; cómo se degradan los campos y se resquebrajan las autopistas. Todo esto se describe con un soberbio naturalismo, inspirado en un riquísimo y sólido conocimiento. Al final, Ish regresa a San Francisco, donde encuentra a una mujer sobreviviente, que se convierte en su pareja. Tienen hijos y alrededor de ellos nace una pequeña comunidad. Los años pasan mientras repiten la vida de sus antepasados, una existencia ligeramente más cómoda por estar asentada en los vestigios de la civilización.
Ish trata de enseñar a sus hijos a leer libros y a comprender todos los logros del pasado de la humanidad, pero el joven Joey, el mas brillante de los hijos, muere. Los otros se las arreglan solos, adquiriendo las habilidades físicas necesarias para desenvolverse en el medio, pero sin dar muestras de interés por el pasado. Al cabo de algunas décadas, los pocos sobrevivientes de la era anterior a la plaga van muriendo, y finalmente Ish queda como único testigo de la grandeza pretérita. Los nietos y bisnietos lo recuerdan casi como una deidad tribal, un anciano incomprensible que habla de cosas imposibles. Se han convertido en una banda de cazadores–recolectores, en armonía con el medio, y recorren la Costa Oeste, de la misma manera que los antiguos amerindios. La historia ha cerrado el círculo, y, en el momento de morir, Ish advierte que «los hombres van y vienen, pero la Tierra permanece».
La novela está escrita con gran convicción y mucha emoción. A mí me hizo llorar cuando la leí por primera vez. El poeta Carl Sandburg escribió en la década de los cincuenta: «Si tuviera que nombrar las cinco mejores novelas de los últimos diez años, las que más vale la pena leer, incluiría, a no dudarlo, un libro titulado La Tierra permanece. Se lee como una buena narración y tiene significados profundos. Le agradezco al hermano Stewart que la haya escrito». Y así es. Con esta hermosa meditación sobre la ecología, el pasado y la inexorabilidad del cambio, George R. Stewart ha escrito, aun sin saberlo, una de las obras maestras de la ciencia ficción.
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