Hay narrativa de trama y narrativa de sensaciones, más cercana a lo poético que a lo argumental, en tanto que su mejor valor es la evocación de sensaciones, como un catálogo de perfumes. Los cuadernos de Hafa pertenece a este segundo grupo y destaca por su capacidad de evocar lugares y momentos que son a la vez cercanos y lejanos.
En la vieja tradición del «érase una vez en un país lejano», los cuadernos del Hafa utilizan el pretexto de la distancia y lo exótico para hablarnos de lo que en realidad es absolutamente cercano: el abandono, la soledad, el deterioro de unos mundos derrotados que subsisten en una especie de aparte, o margen de la vida, poblados por personas casi elegíacas que seguramente tuvieron un momento mejor y que se agarran a él como el panadero que una vez en su vida representó una obra de teatro y sigue poniendo «actor» en su tarjeta en vez de panadero.
Por el libro van desfilando referencias culturales de todo tipo, unas conocidas, otras alejadas del gran público, pero necesarias todas para componer un gran cuadro de lo que ha sido el intento de expresión de las últimas décadas: miedo al vacío, necesidad imperiosa de una identidad y el intento de escapar de esa rueda de la inocuidad en la que las acciones no tienen consecuencias, ofreciendo una falsa sensación de libertad.
Los cuadernos del Hafa, más que una novela, son un libro de viajes. Si los
lugares existen o no, si son o se parecen en algo a lo que el autor nos pinta, es lo de menos. Cada piedra y cada olor están absolutamente vivos, demorados en una especie de memoria difusa que los ayuda a no disiparse en tópicos.
Salvo en que está peor escrito (todos los vivos escribimos peor que Pessoa) este libro recuerda a veces al Libro del Desasosiego y sus andanzas por los claustros desolados de los sueños y las esperas junto a un muro a que se abra una puerta. En un muro sin puerta, como añadía el gran poeta portugués.
Siguiendo con las referencias literarias, el libro tiene algo de los trópicos de Cáncer y Capricornio, de Henry Miller, algo del cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, algo del adiós a Berlín de Christopher Isherwood, y mucho, más de lo que el autor haya siquiera supuesto, de Djuna Barnes y su bosque de la noche. Esa es su línea estética y quizás también su mejor logro: incrustarse en la tradición europea de obras que uno añora sin saber explicar muy bien qué es lo que cuentan.
A veces barroca, a veces directa en extremo, la narración transcurre entre capítulos cortos que no pretenden tener otra hilazón que un estado de ánimo. Podría ser un cuadro, peor es un libro.
No se lo pierdan los amantes de la pintura.
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