EL DOCTOR ZHIVAGO (Boris Pasternak)

Ahora que el escándalo de su publicación quedó atrás y que esta novela, por la que Pasternak fue cubierto de ignominias, ensalzado y hasta premiado con el Nobel, ha sido publicada en la URSS de la perestroika y el glasnost, se puede leer El doctor Zhivago con más serenidad que al aparecer, en el exilio, hace treinta años. La primera reacción del lector de nuestros días que culmina la larga travesía de su lectura, es de sorpresa. ¿Cómo pudo este libro provocar semejante controversia política? Algo debe de haber progresado el mundo hacia la sensatez cuando tanto en el Este como en el Oeste se reconoce esta evidencia: que sólo un espíritu inquisitorial exacerbado, o una estupidez de dimensiones patológicas, pudo desnaturalizar la novela de Pasternak al extremo de ver en ella una diatriba contra la revolución de octubre. O, incluso, una crítica específica al régimen soviético.

Es ambas cosas sólo de manera muy lateral y desvaída. Aunque en ella, como en todas las novelas, y, sobre todo, las de ambición totalizadora, se puede extraer una visión de la realidad y de la historia, lo cierto es que en El doctor Zhivago, pese a transcurrir en medio de trascendentales acontecimientos políticos, lo fundamental, la sustancia dentro de la que viven y mueren sus actores, tiene que ver, más que con la actualidad social y el acontecer político, con la espiritualidad humana, la soberanía individual, la creación artística, el amor y la misteriosa geografía de los destinos particulares.

La admiración que tuvo Pasternak por Tolstoi —a quien conoció de niño, en casa de sus padres, según cuenta en su autobiografía— y la grandeza del designio que anima ambos libros, ha hecho que se compare El doctor Zhivago con Guerra y paz. En verdad, la filiación entre ambas novelas es superficial; de envergadura y audacia más que de estructura y substancia. La novela tolstoiana es un gran fresco de la sociedad rusa decimonónica, una recreación épica —maravillosamente falaz, para ilustrar una teoría de la historia tan imaginativa como la invención novelesca— de las guerras napoleónicas. La obra de Pasternak es una creación lírica, que se aparta continuamente del mundo exterior para describir, con poética delicadeza, las devastaciones que las fuerzas sociales producen en ciertos espíritus sensibles, seres cuya integridad y naturaleza se vuelven impotentes ante determinados acontecimientos históricos y condenan por eso a ser destruidos. En las antípodas de la visión optimista y grandiosa del hombre, de Tolstoi, El doctor Zhivago es un libro antiheroico, ensimismado y pesimista. Su héroe es el hombre común, sin cualidades excepcionales, básicamente decente, de instintos sanos, que carece de aptitud y vocación para la grandeza, al que la revolución, fuerza transformadora y destructiva, aplasta sin misericordia (como a Lara, Tonia y Yuri) o modela con brutalidad, imponiéndole una moral, una psicología y hasta un lenguaje ad-hoc (como al revolucionario trágico Antipov-Strelnikov, o a Gordon y Dudorov).

Al aparecer, en Occidente, a fines de los cincuenta, todos los críticos, aun los más entusiastas del libro, quedaron algo desconcertados con su estructura anticuada, su lento desarrollo, las intromisiones del narrador omnisciente para opinar y juzgar por cuenta propia, irrespetuoso de las convenciones de la ficción moderna. El libro parecía elaborado en un mundo impermeable a los grandes experimentos de la narrativa contemporánea —Faulkner, Dos Passos, Sartre, Hemingway— e, incluso, resultar de una concepción estética anterior a Henry James, a Proust y hasta Flaubert. La explicación no estaba, sólo, en el aislamiento de los escritores soviéticos respecto a la vida cultural fuera de sus fronteras; en el caso de Pasternak era, también, una elección personal. La suelta historia de El doctor Zhivago recuerda la tosca carpintería de los viejos novelones decimonónicos, sus episodios melodramáticos y efectistas, las coincidencias extraordinarias, las grandes parrafadas románticas que, a ratos, convierten los diálogos en discursos. Pero, pese a la impericia de su construcción y a lo borroso del trazado de sus personajes, es una de las grandes creaciones modernas, un hito de la literatura de nuestro tiempo, como El viaje al final de la noche, de Céline, 1984, de Orwell, o los cuentos de Borges. Es la novela de un poeta, un fino recreador de la belleza del mundo natural, cuyas tiernas descripciones del invierno ruso, de los profundos bosques renaciendo en la primavera, o de las estepas por las que merodean los perros que el hambre ha vuelto carniceros, deben de ser verdaderas proezas literarias, ya que aun en la traducción, que adivinamos marchita comparada con el original, nos conmueven como poemas logrados. No deja de ser irónico que quien observó con sensibilidad tan acerada y cantó con tanta elocuencia a la tierra rusa fuera expulsado de la Unión de Escritores de su país acusado de «fariseo, enemigo de su pueblo y antipatriota».

La historia que relata El doctor Zhivago transcurre entre 1903 y 1929, año en que muere el personaje central, más un epílogo situado en la segunda guerra mundial del que son protagonistas dos compañeros de juventud de Yuri. Los actores principales de la novela son tironeados y aventados aquí y allá por los grandes sucesos históricos —la agitación pre y postrevolucionaria, la guerra, la revolución misma, la contienda civil entre bolcheviques y rusos blancos—, pero estos hechos no suelen estar directamente referidos. Ocurren lejos de la acción central, la que recibe los confusos ramalazos, las truculentas consecuencias. La excepción es la guerra de guerrillas, en la que Yuri Zhivago se ve precipitado a la fuerza, por uno de los bandos. Pero aun este episodio no figura en la novela como una realidad autónoma, objetiva, sino diluido por la sensibilidad y la memoria del héroe. La historia del libro es aquella que se escribe con minúsculas, la que corresponde a los individuos del montón, aquellos que no hacen la historia con mayúsculas, sino la sufren. Como le ocurre al ciudadano promedio, al que el destino depara el dudoso privilegio de vivir una gran convulsión histórica, los personajes —y el lector— de El doctor Zhivago están a menudo desorientados y ciegos sobre lo que ocurre. Porque sólo a la distancia, y después de pasar por el tamiz del tiempo y de la razón y la pluma de los historiadores, cobra la historia un orden y un sentido. Cuando ella se vive, como les sucede a Lara, a Tonia, a Zhivago e incluso a seres más importantes o beligerantes que ellos, como Antipov o Komarovski, la historia es sólo «la furia y el ruido» del verso de Shakespeare.

Pero sin esa confusa historia que los manosea, aturde, y, finalmente, despedaza, las vidas de los protagonistas no serían lo que son. Éste es el tema central de la novela, el que reaparece, una y otra vez, como leitmotiv, a lo largo de su tumultuosa peripecia: la indefensión del individuo frente a la historia, su fragilidad e impotencia cuando se ve atrapado en el remolino del «gran acontecimiento». A diferencia de lo que ocurre en Tolstoi, en Víctor Hugo, en Malraux, en los grandes novelistas de lo heroico, en los que el hombre alcanza la grandeza rompiendo los límites, adquiriendo una suerte de energía y coraje sobrehumanos que lo ponen a la altura del acontecimiento y le permiten gobernarlo, orientándolo de acuerdo con sus pasiones o ideas, en el mundo de Pasternak la grandeza se obtiene calladamente, tratando de preservar, en contra de las nuevas convenciones sociales, la serenidad y el apego a ciertos valores y convicciones que amenazan ser arrasados por la tormenta revolucionaria, el amor, la búsqueda de la verdad, el espíritu de creación, ciertos códigos de conducta, la espiritualidad, la fe.

Zhivago no es un héroe en la acepción social del término. Aunque escribe unos poemas y textos que circulan en los medios intelectuales y le dan episódico prestigio, tampoco su obra imprime una marca sobre su época. Al lector, sobre todo al principio, la pasividad del médico ante los trastornos sociales, lo impacienta. ¿Por qué no actúa, en un sentido o en otro? ¿Por qué acepta todo lo que sucede a su mundo, a su familia, con ese quietismo casi místico? Luego, poco a poco, lo que parecía resignación, indiferencia, fatalismo, va cobrando otra valencia y la figura de ese intelectual adquiere una significación ética y simbólica, que lo redime. En realidad, también Zhivago está luchando, en medio del terremoto de la revolución y la guerra civil, del hambre y los desvarios políticos. No sólo por sobrevivir y por que sobrevivan los suyos; sobre todo, por matener vivos, cuando todo a su alrededor señala que han caducado o que deben desaparecer, una cierta manera de pensar y actuar, unos sentimientos, una vocación, y hasta el derecho de reivindicar ciertas limitaciones (no dejarse arrebatar por los entusiasmos colectivos, por ejemplo). Consciente de las iniquidades de la vieja sociedad, El doctor Zhivago no es capaz de abrazar, con la fe rectilínea y simplista que se exige, la nueva, la que está naciendo a sangre y fuego. Tampoco la contrarrevolución despierta su adhesión, como propuesta social, aunque en sus filas haya gente a la que se siente afín por razones de familia y de educación. Cuando todos están obligados a tomar partido, él tiene la tranquila entereza de no tomar ninguno. De optar por lo más temerario: una neutralidad que ninguno de los contendedores admite. En su caso, ser neutral no es tomar el partido del limbo o de la irrealidad, como decía Sartre, acusando a aquellos que se negaban a «elegir». Es elegir al individuo como valor, como una fuente de soberanía que el ente colectivo, la sociedad, no puede violentar sin establecer un sistema discriminatorio y opresivo que niega, en la práctica, todas las proclamas de solidaridad y de justicia social de sus mentores.

Lo que el discreto Zhivago defiende con tesón, en su accidentada existencia, es su derecho a ser como es: un hombre débil, amante de la verdad, de la ciencia, de la naturaleza, de la poesía, ser desgarrado por el amor de dos mujeres, perplejo ante la historia, desconfiado de los dogmas, incapaz de entusiasmarse por ninguna reforma social que borre al individuo concreto y lo transforme en esa abstracción, la masa, el pueblo. Yuri Zhivago no hace proselitismo en favor de su fe en el individuo, pero sufre y muere porque, en su aparente conformismo ante el vendaval histórico, no hace concesión alguna en lo que concierne a su soberanía individual, esa patria privada donde moran la identidad y la dignidad de cada cual, y que todas las revoluciones se llevan siempre de encuentro.

«La época no tiene en cuenta lo que soy y me impone lo que ella quiere», dice. En verdad, trata de imponérselo, pero no lo consigue. Zhivago, pese a todas las vicisitudes, muere invicto, fiel a sus incertidumbres. Por eso, el lector, aunque a veces se sienta exasperado por la falta de iniciativa y de reacción del personaje, no puede dejar de advertir, detrás de su pasividad, una íntima fortaleza. No sólo los gigantes son dignos de respeto. En las épocas heroicas, rechazar el heroísmo puede requerir un ánimo excepcional. Lo verdaderamente humano, parece ser el mensaje del libro —ya que El doctor Zhivago, hasta en eso anticuada, es una novela con moraleja—, no está en las hazañas espectaculares, en desafiar la condición propia, sino en la dignificación ética de aquellas debilidades y carencias que son los atributos naturales del hombre. Para Zhivago, en todo conductor o mesías revolucionario se oculta un fanático, es decir, alguien que ha sufrido una merma espiritual: «Nadie hace la historia, la historia no se ve, como se ve crecer la hierba. La guerra, la revolución, el rey, Robespierre, son sus estimulantes orgánicos, su levadura, la revolución la hacen los hombres activos, fanáticos sectarios, genios de la autolimitación. En pocas horas o en pocos días transforman el viejo orden. Estas alteraciones duran semanas, o algunos años. Luego, durante decenios, durante siglos, los hombres veneran como una reliquia el espíritu de limitación que ha conducido a este trastorno.»

El doctor Zhivago es, también, una novela de amor. Yuri divisa a Lara de manera casual, en su juventud moscovita, y desde entonces un vínculo misterioso e irrompible se forja entre él y esa muchacha. La revolución, la guerra, los acercarán, apartarán, volverán a juntar y a separar, esta última vez definitivamente. En uno de los episodios más hermosos del libro, cuando Lara y Yuri viven unos días de apasionada intimidad, en la soledad de Varykino, una de esas noches El doctor Zhivago parece haber olvidado la zozobra de su vida, ser feliz. Ha pasado la mañana y la tarde jugando con Lara y con la hija de ésta; luego, ha escrito poemas, con una excitación y una urgencia que no sentía hacía mucho tiempo. Sale entonces a la puerta de la cabana y lo que vislumbra lo devuelve, brutalmente, a la realidad: una jauría de lobos, que la luna retrata contra la nieve, está allí, aguardando. La bella imagen es alegórica. El amor de Yuri y Lara transcurre así, cercado por enemigos gratuitos y feroces, que terminarán por devorarlo. Pero no sólo conspiran contra él agentes externos, los reclamos sociales y políticos de la hora. También, los sentimientos encontrados de los protagonistas. Yuri Zhivago ama a Lara sin dejar de querer a Tonia, su mujer, y más tarde a Marina, en tanto que Lara, pese a amar al doctor con todas sus fuerzas, sigue siendo leal, de un modo oscuro pero irrevocable, a su marido, el de los nombres y personalidades transhumantes: Antipov, Strelnikov, Pavel Pavlovitch, Pachka, Pachenka, etc. Como la historia y todo lo que toca al hombre, el amor, que enriquece la vida y endiosa la pareja, es también algo turbio y contaminado, no puede germinar sin mezclar el sufrimiento y el goce, la generosidad y la crueldad.

La descripción de los amores desdichados de Yuri Zhi-vago y Larisa (Lara) Fiodorovna es uno de los mayores logros de la novela. Es un amor que el lector va presintiendo, lo oye brotar, lo adivina crecer, por alusiones trémulas, aun antes de que los propios protagonistas comprendan que son sus prisioneros. Luego, cuando la relación amorosa se establece, el relato sigue siendo muy parco en lo que a él atañe. En una novela tan caudalosa en efusiones descriptivas, la pasión de Lara y Yuri está referida con austeridad, mediante silencios significativos. Sobre todo en las épocas en que los amantes se hallan separados —y, principalmente, cuando Zhivago acompaña a los guerrilleros mientras Lara permanece en Yuriatin—, la novela apenas revela lo que es, a todas luces, la más amarga tortura del protagonista: la separación de la mujer que ama, la incertidumbre sobre su suerte. Ese dato escondido está sabiamente usado, con leves alusiones, las indispensables para que el lector perciba el estoicismo con que el doctor sobrelleva su tormento.

Es cierto que Lara, al igual que Tonia y la mayor parte de los personajes de la novela —la excepción es Zhivago—, es una figura un tanto desvaída, sin contornos firmes. En ella, que ha sufrido y ha sido endurecida por la vida, desde niña, cuando fue seducida por un amigo de su familia —el único personaje totalmente despreciable del libro, el abogado corrupto y oportunista político Viktor Komarovski—, esta caracterización esfumada nos parece una falla narrativa. Porque, a diferencia de Yuri, es un espíritu luchador, de temple y de recursos, un personaje al que sentimos empobrecido por el tratamiento narrativo. El carácter rebelde y enérgico de Lara precipita sin duda su terrible final, desaparecer con tantos otros inocentes en las purgas de los años treinta.

Sin embargo, cuando cierra el libro, y, en su memoria, la abigarrada colmena de sus personajes se despliega, en la ilimitada geografía de la tierra rusa, representando una de las más dramáticas aventuras de que la humanidad tenga memoria —y cuya impronta transformaría el siglo XX—, el lector contemporáneo de El doctor Zhivago entiende la razón de esa visión impresionista que comunica la novela. Ella es la encarnación formal, la hechura artística, de la ambigüedad esencial que caracteriza al hombre, a la historia, a la vida, desde la perspectiva de Yuri Zhivago (y, probablemente, del Pasternak de los años finales). ¿Es así el hombre real? ¿Esa inconsistencia tranquila, esa perpetua vacilación, esa indefinición permanente? Seguramente, no. Tal vez ésta sea la condición humana del artista y del hipersensible, condenados por su lucidez y su coherencia moral a cuestionarlo todo, a vivir en la duda, sin poder tomar partido con la facilidad y la entrega con que suelen hacerlo los instintivos, los pasionales, los prácticos. Pero el arte no tiene por qué ser objetivo. La ficción es, por naturaleza, subjetiva, y su único deber es persuadir al lector de su propia verdad, coincida ella o discrepe con la que la ciencia o la fe de cada época ha entronizado. El doctor Zhivago es una hermosa creación, nacida del horror y la grandeza de un apocalipsis histórico, que no se explicaría sin él pero que, a la vez, escapa de él y lo niega, anteponiéndole algo distinto, un objeto creado, que debe todo su ser a la imaginación, al sufrimiento de un artista y a su malabarismo retórico.

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El miedo de Montalbano (Andrea Camilleri)

A Andrea Camilleri se le dan muy bien las distancias cortas. Este siciliano se convirtió en 1998 en uno de los escritores más populares de Italia al publicar ‘Un mes con Montalbano’, una recopilación de 30 relatos. Y también domina las distancias largas, como bien saben los que han leído alguna de las siete novelas protagonizadas por el comisario Montalbano, o de sus narraciones históricas. En su último libro, ‘El miedo de Montalbano’ (Salamadra), podemos disfrutar de tres relatos largos y de otros tantos relatos cortos.

  • Empecemos por los cortos. En ‘Día de fiebre’ aparece con un vagabundo que no podría resistir que una vieja historia volviera a aflorar a la superficie. Además, Montalbano padece un acceso de gripe. El comisario, por cierto, se asemeja más a Maigret que a Carvalho, a pesar del homenaje de Camilleri a Vázquez Montalbán. Al parecer, llamó así al personaje por la novela ‘El pianista’, que no está protagonizada por el detective. En ‘Un sombrero lleno de lluvia’, Montalbano se encuentra en Roma con un antiguo amigo y con una inesperada jugada del destino.Y en ‘El miedo de Montalbano’ nos encontramos con Livia, la novia del comisario, y con el miedo a hundirse en los abismos del alma humana. En la nota final, Camilleri explica: «Los relatos cortos no pueden ser calificados como policiacos en sentido estricto; son más bien la historia de tres encuentros ocasionales y extraordinarios del comisario Montalbano».Los largos, en cambio son tres novelas cortas magníficas, repletas de muchos de los elementos tradicionales del género policiaco. En ellas, además, cobran tanta importancia como el caso en sí, como las muertes o los enigmas a los que se enfrenta Montalbano, las relaciones que éste mantiene con sus colegas y con las gentes que se cruzan en su camino. ‘Herido de muerte’ comienza cuando asesinan a un prestamista. ‘El cuarto secreto’, cuando Montalbano recibe un anónimo. ‘Mejor la oscuridad’, cuando un sacerdote le pide que escuche las últimas palabras de una anciana agonizante. 
  • Quién: Andrea Camilleri nació en 1925 en Porto Empedocle, provincia de Agrigento, Sicilia, y actualmente vive en Roma, donde imparte clases en la Academia de Arte Dramático. Durante 40 años fue guionista y director de teatro y televisión. En 1994 crea el personaje de Salvo Montalbano, el entrañable comisario siciliano protagonista de una serie que en la actualidad consta de siete novelas: ‘La forma del agua’, ‘El perro de terracota’, ‘El ladrón de meriendas’, ‘La voz del violín’, ‘La excursión a Tindari’, ‘El olor de la noche’ y ‘Un giro decisivo’.Cuatro años más tarde, una recopilación de 30 relatos titulada ‘Un mes con Montalbano’ se encarama al primer puesto en la lista de más vendidos y consagra a Camilleri como el escritor más popular de Italia. En 1999, repite su fenomenal éxito con dos libros más, ‘La Nochevieja de Montalbano’ y ‘El movimiento del caballo’, que llegan a ocupar el primer puesto en las principales listas de éxitos italianas. Hoy por hoy, Andrea Camilleri es uno de los autores más leídos de Europa.Además de los libros policiacos, Camilleri ha publicado ensayos sobre el espectáculo, crónicas sobre hechos históricos y novelas otras ambientadas en la Sicilia de finales del siglo XIX, como ‘La concesión del teléfono’, ‘La desaparición de Pato’, ‘La ópera de Vigàta’, ‘Un hilo de humo’ y ‘La temporada de caza’. Estas últimas se basan en hechos reales y presentan, a través de una sucesión de acontecimientos llenos de humor y comicidad, la realidad siciliana, que en sus rasgos esenciales es la misma hoy que hace 100 años. http://www.elmundo.es/elmundolibro/2004/12/02/libro_dia/1102001423.html
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