Dombey and son (Charles Dickens)

Semana y media de pelea y lucha continua me ha costado acabar con Dombey e hijo,  contrastando penosamente la versión que he citado en otro espacio de estos foros con el original inglés. No tengo intención de relatar aquí los espantos (a mi juicio) cometidos la labor de traducción, primero porque Dickens no se merece esto, y segundo porque vosotros tampoco.

   Charles Dickens es sin duda el creador de folletines más asombroso que ha pisado el mundo. Invariablemente, aunque definamos el término folletín con el mayor de los rigores, Dickens permanecerá en el grupo. No hay otra solución, del mismo modo que las obras (plays) de Shakespeare serán siempre Drama o Comedia, o un raro híbrido de ambas. Ahora bien, que si creamos otra categoría, la del escritor de genio, tampoco cabe considerar su exclusión. ¿Creador de folletines, escritor de genio? Sí. Dickens combina ambas cosas a la perfección. Lo que en otro autor se consideraría extraño, en él fluye de la manera más natural posible. Dickens es así. Es el nervio acerado del estilo, y es el melodrama más abyecto. O si lo preferís, compuso admirablemente obras maestras con argumentos propios de revistuchas.

   Huxley, su incansable azote, nos advertía que Dickens, como autor, tenía el lacrimal demasiado desarrollado, y que perdía la facultad para ver la realidad. R. C. Churchill, crítico nada lisonjero para con nuestro escritor, afirma en un párrafo que a mi tanto me gusta citar que in some respects, Dickens is the greatest genius in English Literature; but (…) no other writer of any distinction at all has ever produced so much rubbish (The New Pelican Guide to English Literature, vol. 6, pg. 117); finalmente, Thackeray declaró que admitía su genio, pero detestaba su arte. A su manera, todos tienen razón. Era capaz de lo mejor y de lo peor, empedraba sus novelas de basura y piedras preciosas diamantes a partes iguales y con la misma prodigalidad.

    El capítulo XXIV de la novela citada, por ejemplo, es un ejemplo de hasta dónde podía descender como escritor, como persona comprometida con la estética, y como compositor de planos lógicos para entramar una novela. El sentido del melodrama más espantoso se muestra en la conversación captada por Florence tras unos arbustos que, a modo de biombo teatral (¡cuántas veces se ha utilizado este recurso!), escucha las verdades reveladas acerca de la relación con su padre y el augurio de su infelicidad. Como era de esperar,  toda la escena es regada por un generoso manantial de lágrimas. Florence sufre las mismas desdichas que La hija de la portera de la fábrica (y pocos de vosotros, acaso Settembrini, llegareis al fondo de la comparación, porque sois demasiado jóvenes como para haber seguido los seriales radiofónicos de los años cincuenta). Las voces interiores son, sin paliativos, abominables, del mismo modo que quien esto suscribe mandaría sin dudar a la hoguera todo el capítulo LXI del Nicholas Nickelby por las razones inframelodramáticas arriba argumentadas. En cierto modo, el alejamiento o el desconocimiento de la vida que le imputaba Huxley, se ve tremendamente remarcado en estos pasajes. Pero.

Si las características de argumento de muchas de las obras de Dickens (que sufrieron por el peculiar sistema de edición de gran parte de las novelas del XIX) flojean a cada paso, si a veces no es capaz de captar el pulso de la vida (se distrae, pienso yo), si a veces se le escapa la tendencia natural al exceso melodramático, a la situación desesperada, a la escena patética, o a la renuncia y sacrificio (autoinmolación) hiperrománticos…¡qué personajes en cambio! No importa si están circunscritos a la acción, al argumento, o a la común existencia de los mortales. De un modo diametralmente opuesto a los de Shakespeare, se escapan de las convenciones:  van más allá de la ristra de palabras, de la redondez, e incluso de la carne y de la sangre. Mr. Toots y el Captain Cuttle no adolecen de defectos en tanto construcciones literarias; pero una irracional corriente nos impulsa, como un acto de fe, a creer en ellos, a verlos desbordarse de humanidad hasta convertirse en otra cosa. No puedo asegurar bien qué cosa es ésta, porque en las características de los clásicos está el ser inaprensibles, o el terminar por burlarse siempre de toda forma de análisis que pretenda encorsetarlos en una definición. No importa que se repitan continuamente en sus modos. A cada página parecen distintos. ¿Se desdoblan? No ¿Se desarrollan, como los de Shakespeare, en si mismos en una continua investigación? Tampoco es eso. ¿Conocemos de pronto más cosas de ellos ofrecidas por obra y gracia de un narrador omnisciente? Es algo más. Es algo que me desconcierta en grado sumo, porque se me escurre como el epitafio marcado en la tumba de John Keats.

Luego, curioso. Sabiendo a Dickens un autor que elegía tan minuciosamente los nombres de sus personajes como Mr. Bumble en Oliver Twist, no dejo de notar las curiosas asociaciones de personajes a sus nombres. ¿Acaso es coherente que un ladronzuelo de pájaros sea apodado nada menos que Grinder (amolador, machacador), si no fuese por estar en continua presencia de Mr. James Carker, que luce una continua grin (mueca que muestra todos los dientes)? ¿Que el Major Bagstock sea un militar retirado? ¿Que el apellido Cuttle corresponda a un marino (un cuttlefish es un calamar)? ¿Que Mistress Pipchin (literalmente mentón de pepita) o Mistress MacStinger (sting hace referencia a un aguijón) sean personajes lenguaraces y sumamente desagradables? ¿Que Mr. Morfin sea alguien de temperamento calmo? Podría seguir con el resto de los personajes de la obra, y extenderme por toda la obra de Dickens, sin apenas parar. El nombre de los personajes de Dickens los define: son nombres-parlantes.

    Aún más: tienden a asociarse por caracteres. Tómese esta anotación como una observación subjetiva, porque está claro que Dickens no hace del Dombey and Son una novela de tesis. Pero es curioso encontrar las correlaciones entre las parejas de caracteres, a los que la diferencia de posición social hacen tomar una relación u otra: El Grinder se une con Mr. Carker, porque ambos son unos hipócritas redomados; Edith y Mr. Dombey están atados a partes iguales por el matrimonio y la altivez desmesurada (la hybris); también hay un emparejamiento Edith-Alice, que han visto recorrer sus vidas paralelas (con perdón de Plutarco) por idénticas razones vivenciales; Mr. Morfin y Harriet, por la caridad y la humildad, esas virtudes tan queridas para Dickens; Florence y Walter, por la pureza de sentimientos y generosidad a toda prueba. Mr. Toot y Mrs. Tox, por el atolondramiento generalizado y la nobleza aturullada que tienen en los corazones; Captain Cuttle y Solomon Gills, por la franqueza de pensamiento; Mistress Pipchin y Mistress MacStinger, por lo ya citado. No sé hasta que punto corresponde lo anotado con una categoría de ideación personal. Quizás Dickens no fue consciente de ello, o no tuvo intención de crear pares espejados.

Dentro de  las novelas de Dickens, quedan señalar avances: la tremenda desconfianza del escritor acerca del sistema educativo ha madurado. Desde luego, la academia regentada por Mr. Blimber no es la sucursal del infierno de Squeers en Nicholas Nickelby o del hospicio que acogió las desdichas de Oliver Twist. La mirada se acerca más a la ofrecida en el Copperfield; un sistema duro regentado por aquellos que no son malvados o ruines en si mismos, pero que arrastran una concepción de la educación dañina para los alumnos (por la presión sometida en la novela que nos ocupa, por el rigor innecesario en David Copperfield; en la primera, crea jóvenes agotados, en la segunda, hipócritas). Del mismo modo, ni los rufianes (Rob Grinder, Chicken, Mistress Brown), ni los plutócratas sin escrúpulos (Mr. Dombey) son tan infernales como sus colegas de novelas anteriores. Iluminados por la duda, compadecidos por las circunstancias vitales que moldearon su vida, los héroes de la novela (estos siguen igual: abnegados, puros, generosos) son capaces de perdonarlos y redimirlos. Incluso Mr. Carker, the Manager (un remedo de Yago o Edmund, pero sin su volumen) demuestra, tras avanzar toda la novela como un felino, que es un tigre de papel, más digno de lástima que de otra cosa. Su castigo, al contrario que la suerte de Fagin, se nos antoja excesivo. En definitiva: parece lógico presumir que encontramos a un Dickens en vías de maduración, más preocupado por definir las cuestiones sociales, más atento al pulso social (Walter medra sin la ayuda generosa de un mecenas, que parece el único pecio al que uno se puede agarrar en la zozobra social del Oliver o del Nicholas), no tan maniqueo como en sus inicios, sino preparándose para dar el salto hasta lo que serían sus grandes novelas.

Teneis la obra Dombey & Son en la fenomenal página administrada por Jim Manis:

Saludos.
Robertokles

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