Visitantes milagrosos, de IAN WATSON

Visitantes milagrosos

Una vez tuve un amigo que llamaba «naves espaciales» a todos los grandes coches norteamericanos.  Supongo que se trata de una broma muy común.  En su crítica de 1977 de la película La guerra de las galaxias,].  G. Ballard invirtió la broma diciendo que las naves es-paciales del cine «parecían arruinados automóviles De Soto en Atenas o La Habana, con cerca de un millón de kilómetros a cuestas».  Esta metáfora del automóvil (especialmente ese tipo de coches grandes con colas extravagantes) como nave espacial es utilizada literalmente por Ian Watson en la imagen más notable de la novela.  El joven héroe, Michael Peacocke, vuela a la Luna y regresa, dos veces, en un brillante Ford Thunderbird rojo: «Con cubiertas gigantescas, amplia capota, rodeado de enormes parachoques, con luces posteriores cinemascópicas y tubos de escape dobles: una bestia de acero brillante».

Sin embargo, no se trata sólo de una fantasía humorística, de una mera y divertida Guía del autoestopista galáctico.  Aunque especu-lativa hasta la extravagancia, es una obra seria de ciencia ficción.  Es una novela acerca de platillos voladores (OVNI), y tiene mucho que decir sobre psicología, ecología, religión y el estado actual del mundo.  Está estructurada como serie de aventuras que surgen de un proyecto científico en pequeña escala.  El doctor John Deacon es jefe de un Grupo de Investigación de la Conciencia, con sede en la Universidad, y emplea la hipnosis para investigar estados alterados de conciencia.  Descubre que uno de sus estu-diantes, Michael Peacocke, es particularmente susceptible a la hipnosis: en su primera sesión, el joven recuerda un Encuentro Cercano que había tenido lugar unos años antes, un acontecimien-to que se le había borrado de la memoria.  Deacon no se siente inclinado a creer en platillos voladores, y al principio desdeña la historia de Michael como una fantasía sexual de adolescente.  Pero pronto, a raíz de una serie de acontecimientos anómalos, se ve impulsado a buscar una explicación más amplia de lo que está sucediendo.  Una cinta de audio se borra misteriosamente, un perro muere y le separan brutalmente la cabeza del cuerpo; junto con Michael, ve en un jardín trasero un pterodáctilo suspendido en el aire; la novia de Michael es asustada por dos extraños Hombres de Negro y por un «demonio» que se le aparece de noche.

Deacon llega a la conclusión de que la mente humana tiene ca-pacidad para la «Conciencia OVNI».  Las manifestaciones de ese estado superior de conciencia han tenido una forma sobrenatural en el pasado -visiones de diablos y de ángeles, milagros religiosos-, mientras que en el presente tienden a revelarse como naves espaciales de otros mundos.  Deacon se interesa por el budismo y el sufismo: tal vez la mente tenga la capacidad de proyectar tulpas, objetos tridimensionales y personas físicamente reales, aunque ilusorias.  Sobre la base de la teoría de Jung, supone que los OVNI son símbolos del inconsciente colectivo: tal vez haya un inconsciente planetario, compartido por todos los seres vivos, con el imperativo innato de desarrollar una conciencia mayor.  Posiblemente los OVNI son mensajes de la biomatriz y adoptan formas distorsionadas y horrorosas, de la misma manera en que la vida en la Tierra es dominada por una raza humana enferma y ciega.  Y así sucesivamente.  Mientras tanto, las aventuras se suceden a un ritmo veloz.  Michael vuela a la Luna en un Ford Thunderbird hermético y equipado con un motor antigravitatorio.  No cabe duda de que el coche es un tulpa, pero el viaje, en cierto sentido, es real.  En un segundo viaje se lleva consigo a Deacon, y juntos afrontan un peligro terrible en el otro lado de la Luna, una entidad obscura que Deacon finalmente aprende a comprender y controlar.

Visitantes milagrosos (Miracle Visitors) señala el comienzo de una segunda fase en la carrera de Ian Watson como autor de cf.  El tema incisivo, y a menudo decididamente político, de sus primeras novelas, ha dado paso a un creciente interés por la meta-física.  Este libro es intelectualmente desafiante, pero a ciertos lectores les parecerá rebuscado, inverosímil e inconveniente.  El estilo de Watson, siempre vertiginoso y algo atropellado, también puede ser disuasivo.  Está lleno de preguntas retóricas; cada página está plagada de signos de exclamación y pequeños alaridos: hay frecuentes redundancias del tipo «»Lo siento mucho», se disculpó Michael», y también un uso excesivo de la elipsis… Watson es un escritor irritante, pero también sorprendente.  Quizá ambas cuali-dades sean inseparables.

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El fin de la eternidad (ISAAC ASIMOV)

eterniEs uno de los autores más conocidos del mundo, de modo que me ha parecido que debía incluir algo de Isaac Asimov (nacido en 1920), aunque confieso que no siento precisamente mucho entu­siasmo por su obra. Tenía que elegir entre esta novela sobre viajes espaciales o su famosa Fundación (1951–1953), que siempre me pa­reció sobrevalorada. Es una larga serie de cuentos y novelas cortas publicados en Astounding en la década del cuarenta, reunidos en tres volúmenes, que retoma el tema de Declinación y caída del Imperio Romano, de Gibbon, pero proyectado en un escenario galáctico fu­turo. Tampoco me atraen las novelas de Asimov sobre robots detec­tives: Bóvedas de acero (1954) y El sol desnudo (1957). Quizás éstas lo confirmen como la Agatha Christie de la cf, pero, francamente, pre­feriría leer a Christie. Queda, pues, El fin de la eternidad (The End of Eternity), que tiene el mérito de ser pura cf y, además, una novela. El héroe, Andrew Harlan, es un habitante del siglo noventa y cinco. A los quince años ha sido reclutado como guardia de la Eter­nidad, y ahora deambula por la corriente del tiempo, ayudando a que la historia humana se mantenga equilibrada y serena. A pesar de ese gran tema, la novela es sorprendentemente descolorida y po­bre en detalles. La propia Eternidad es una especie de pabellón de corredores grises que están fuera del Tiempo (en este libro todo está en mayúscula). Comienza en el siglo veintisiete, cuando los hom­bres logran alcanzarla por primera vez, y se extiende hasta el re­moto futuro en que el sol se convierte en una nova (esa gigantesca explosión es la fuente de energía que mantiene a la Eternidad). An­drew Harlan es primero un Aprendiz, luego un Observador, más tarde un Técnico, responsable ante el Consejo de Allwhen. Otros de los Eternos son Sociólogos, Informáticos y Planificadores de Vida. Su tarea colectiva consiste en introducir Cambios en la reali­dad que produzcan la Máxima Respuesta Deseada con el Mínimo Cambio Necesario. Así eliminan todas las arrugas de infelicidad de la sociedad humana. Si un siglo padece crímenes, adictos a drogas o cualquier otro mal, un pequeño pero hábil Cambio de la Realidad se ocupará del problema.

 

Es una burocracia monástica, dedicada a los más elevados idea­les de castidad y servicio. «Si en la Eternidad hubiera alguna imper­fección, ésta envolvería a las mujeres.» Pero no hay mujeres, hasta que un día Harlan descubre a Noÿs Lambent, una muchacha del siglo cuatrocientos ochenta y dos. La narración empieza enseguida a tartamudear en un embarazoso lenguaje rimado: «Harlan había visto muchas mujeres en sus incursiones a través del Tiempo, pero en el Tiempo para él sólo eran objetos, como cajones y bolones, ca­rretillas y rastrillos, manoplas y garlopas. Eran casos para ser obser­vados. En la Eternidad, una muchacha era otra cosa. ¡Sobre todo una como ésta!». El autor parece tan confundido como su héroe; otro de los personajes compara la figura de Noÿs con «una letrina de cuartel», analogía realmente desconcertante. Enseguida Harlan Se Enamora, y he aquí el detonador del drama. A partir de ese mo­mento tendrá cada vez más conflictos con la Eternidad, hasta que, después de muchos ingeniosos giros argumentales, signos de excla­mación y mayúsculas, consigue destruir toda la estructura. Aun­que ella ama sinceramente a Harlan, resulta que Noÿs ha estado actuando como Agente Secreto en nombre del Cambio. Las opera­ciones de la Eternidad han conducido a la raza humana a una tran­quila decadencia: «Seguridad. Moderación. Nada en exceso. Au­sencia de riesgos…». Ahora, con la Eternidad eliminada de la existencia, la humanidad estará en libertad de ir hacia adelante, ha­cia arriba y hacia afuera, para construir nada menos que un Impe­rio Galáctico. En las líneas finales de la novela, Noÿs le asegura a Harlan: «Nosotros tendremos hijos y nietos, y la humanidad alcan­zará las estrellas». Es «el término final de la Eternidad. Y el princi­pio de la Infinitud».

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