Poema de Juan del Encina (1469-1529), en doscientas trece coplas de arte mayor (no quiso el poeta, según declara él mismo, llegar a las trescientas coplas por no hacer competencia a Juan de Mena). Fue su última obra y la publicó en 1521.
Este poema tiene más interés como documento autobiográfico que como obra literaria. A los cincuenta años el poeta ha decidido dejar sus devaneos, ordenarse de sacerdote y peregrinar a Jerusalén para celebrar allí su primera misa. La descripción de este viaje es el tema de Trivagia. Hay que advertir de entrada que los versos de este poema son de ínfima calidad. Nada o casi nada queda en ellos de la gracia y agilidad de sus composiciones en arte menor. Seguramente, como advierte Menéndez Pelayo, Encina no dominaba la técnica de los versos de arte mayor. El poeta principia por declararnos su edad y nos informa sobre su vocación y cómo se preparó con ayunos y oración para ser sacerdote. Empieza entonces el itinerario a Tierra Santa, desde la calida de Roma por la puerta del Popolo, camino de Ancona, hasta llegar a Jerusalén. El poeta nos describe las estaciones del camino, y entre ellas es interesante mencionar la visión que nos da de Venecia, cuya vida encontró «lastimada», debido a que había perdido importancia dentro del comercio mundial a causa de los descubrimientos. Se dirige a Venecia en estos términos:
«Ciudad excelente, del mar rodeada,/ en agua zanjada, de zanja tan fina,/tan única al mundo, y tan peregrina,/que cierto parece ser cosa soñada».
En Venecia se une a la peregrinación del marqués de Ribera, Adelantado Mayor de Andalucía. Tras pasar por Rodas y Jaffa, el día 4 de agosto de 1519 llegan a Jerusalén, donde son recibidos por los franciscanos de Monte Sión. Al poeta le sorprende el contraste entre el aspecto físico de aquella tierra y su grandeza espiritual, y nos la describe en un verso: «La tierra es estéril y muy pedregosa». Valbuena ve en este verso y en otros dos («Yo cierto lo tengo por admiración/que aquélla haya sido la de promisión») un rasgo de la actitud renacentista entre la verdad científica y la dogmática, que el poeta soluciona con una actitud radical de fe: «con todo la estimo por más que preciosa». En algún momento llega su poesía a tener un cierto grado de emotividad:
«¡Oh tierra bendita do Cristo nació!/…do grandes injurias por nos padeció,/pasiones, tormentos y al fin cruda muerte,/mis ojos indignos ya llegan a verte!».
Nos describe el poeta las noches que oró ante el Sepulcro antes de celebrar su primera misa y la celebración de ésta. Pero todo esto descrito, como observa irónicamente Menéndez Pelayo, con más piedad que lirismo, pues «el carbón de Isaías — continúa el gran polígrafo — no encendió sus labios». El mismo tono tienen las descripciones de Belén y del Calvario. Sólo el valle de Jericó le recuerda la vega de Granada: «Que propio semeja, si buen viso tengo,/la vega en España, que es de Granada». La vuelta está descrita con gran rapidez. El poeta se quedó en Roma, donde publicó la obra. En el fracaso literario del poema ve Valbuena «el íntimo fracaso emotivo de la aparente imposibilidad de unir lo sentimental y lo racional, la Edad Media y el Renacimiento».