Tratado Sobre los Cuatro Evangelios, Gioachino da Fiore

[Tractatus super quattuor evange­lio]. Interpretación misticohistórica de los Evangelios, de Gioachino da Fiore (hacia 1130-1201), místico profeta calabrés; proba­blemente el último de sus grandes escritos, según parece deducirse incluso de su súbita interrupción en el comentario al capítulo V de San Juan.

Puede considerarse como su testamento. Son tres tratados en latín: el primero, el más extenso, sigue el paralelis­mo especialmente de los tres Sinópticos y su comentario místico, desde la «Anunciación»- y el nacimiento de Jesús a la escena de la «Tentación» y de la «Elección de los discí­pulos»; el segundo, el más breve, desde el comienzo de la predicación y actividad pú­blica de Jesús hasta la «pesca milagrosa»; el tercero, incompleto, somete a examen sobre todo el evangelio de San Juan, «que cual águila vuela sobre los demás», partiendo de la escena de la «expulsión de los profanado­res del Templo». Una sola mirada a cual­quier punto del tratado basta para demostrar que Gioachino — no cediendo en esto ni al propio padre del comentario misticoalegórico de la Biblia, Filón — es incapaz de poner dique al ímpetu inagotable del chorro efer­vescente de su inspiración y facultad de asociación de ideas y sentimientos sugeridos por el texto, ni de imponer a su trabajo una distribución ordenada y una sistematización orgánica.

Los sucesos evangélicos, las pala­bras y hechos de Jesús son para Gioachino la ocasión para descubrir una prefiguración de acontecimientos que habrán de realizarse en la sociedad cristiana: aquéllos, cual sím­bolos y alegorías de éstos, le ofrecen la oportunidad para una serie de enseñanzas personales, a menudo originales, de orácu­los, sermones y vaticinios a los cuales pres­tan una trama, un marco y una unidad arti­ficial, pese a las divagaciones, repeticiones, paralelismos y alusiones a los sucesos de la época; hasta tal punto que el relato bíblico pierde casi todo significado y valor: la figu­ra, absorbida por lo figurado, el significado propio absorbido por la «intelligentia spiritualis». He aquí un ejemplo entre mil: Je­sús que, concebido en Galilea, nacido en Belén, presentado al Templo de Dios en Jerusalén, vuelve a Nazaret, su patria (en Galilea), representa para Gioachino el des­tino de la Iglesia que, nacida en Oriente, se consolida en la Iglesia latina; y «cuando se haya consumado en esta Iglesia cuanto deba consumarse, cuando Israel se haya convertido, entonces volverá de nuevo al punto de donde tomó origen».

En el Tratado los personajes del Antiguo Testamento pre­figuran los del Nuevo, y unos y otros la his­toria de la Iglesia. «Juan que bautiza con agua es figura de aquellos sacerdotes de la Iglesia que, predicando la letra del Evan­gelio, ponen un freno cuando menos a los pecados más graves… y limpian exterior- mente a los pecadores; Cristo Jesús que bau­tiza en el Espíritu Santo y en el fuego es figura de aquellos hombres espirituales que mediante las interpretaciones místicas, como si fuera con el fuego de lenguas diversas, purifican las conciencias íntimas de los co­razones, etc.». Y así por el estilo, a lo largo del extenso Tratado, en el cual la transfe­rencia de los valores bíblicos de las aplica­ciones literales a las simbólicas («commutatio litterae in spiritualem intellectum») ca­racteriza la virtud del perfecto discípulo de Jesucristo. Y en su mensaje profético rea­parece el tema del Anticristo, el cual no es, según parece, identificado con ningún per­sonaje de su tiempo, como lo será en las controversias de los «Espirituales».

Entre las tentaciones de los siervos de Dios «que sienten el tedio de la angustia de la vida claustral» y que son arrastrados a la deriva, hay ésta: «Si estamos predestinados por Dios, cualquiera que sea nuestra conducta, no nos podemos condenar» — lo que demuestra que en el siglo XII no se había apaciguado todavía el oleaje de la controversia predestinacionista—; otra es la de la ambición de ascender a la prelatura. El panegirista de la vida monástica, en la que encuentra el es­quema de la reconstrucción de la sociedad cristiana, sabe que si bien aquélla cuenta con muchos hijos, «son pocos los que siguen las huellas de Cristo»; y por tres veces cen­sura a los «Pobres de Lyon», a los que repro­cha el individualismo religioso contrario a la disciplina y «su hostilidad contra el fin del mundo». La escena de los profanado­res del Templo hace trazar a Gioachino un cuadro del espíritu monástico, que encerraría a los monjes en la clausura del silencio si aquellos a quienes incumbe el deber de velar (es decir, la Iglesia oficial) no callasen, con propósito de despreciar a Dios y a los dones del Espíritu Santo y de profanar los san­tuarios de Cristo, llegando a asociarse en el trato y comercio de las cosas sagradas.

Una clara alusión a las contiendas papales sobre la reivindicación de la herencia de la condesa Matilde parece reflejarse en el reproche: «¿No se ha convertido por ven­tura en un mercado la Iglesia de Dios, cuando en ella no se busca ganar almas, sino que toda discordia es suscitada por la cuantía de los réditos? En ella están en venta sacerdotes y clérigos a su libre re­querimiento: unánimes en el crimen, por cuanto están dominados por la misma co­dicia de adquisición, lo mismo los vende­dores que buscan su provecho propio y no el de Cristo, como los compradores, etc.» Un augurio y un pronóstico de conversión de los espíritus se encuentra en la visión de los fieles que, «al ver a algunos que obran y enseñan según el Espíritu y renuncian­do a las cosas terrenas aspiran al cielo, se desprecian a sí mismos, prefieren a aquéllos y declaran que son aquéllos los que deben ser imitados, y no ellos.»

Hasta las últimas páginas del tratado — que queda interrumpido en el cap. V de San Juan — se suceden las visiones, llenas de pesimis­mo, sobre las condiciones religiosas de su época, los signos de la reunión de todas las Iglesias cristianas cuyos comienzos pre­sagia en la reconciliación con Roma de las Iglesias bizantinas de Calabria, y cuya pro­mesa encuentra en la reciente reconciliación de los armenios con Roma. El elemento místico, el simbolismo, los pronósticos proféticos, las alusiones históricas a los acon­tecimientos eclesiásticos y políticos de su época y aun los de su propia vida, hacen de este testamento espiritual de una de las más notables figuras de la religiosidad cris­tiana medieval un documento de primera importancia para la reconstrucción de su tan discutida figura. G. Pioli