[Traité de l’amour de Dieu]. Obra del filósofo Nicolás de Malebranche (1638-1715), publicada en 1697. En esta fecha, que marca el punto culminante del quietismo, nada podía ser más oportuno para aclarar el debate que este tratado.
Malebranche lo escribió en respuesta al benedictino Dom Lamy, que se había valido de una cita suya para sostener la doctrina más quietista del desinterés absoluto del perfecto amor de Dios. Malebranche aborda inmediatamente, sin preocuparse del detalle de las doctrinas, el punto esencial del problema planteado por Mme. Guyon (cfr. Medio breve y muy fácil de hacer oración) y Fénelon (cfr. Explicación de las máximas de los Santos): la perfección cristiana ¿tiende hacia un amor de Dios tan total que desprecia el deseo humano de ser feliz, e inclusive el deseo cristiano de velar por su salud? Su formación beruliana inclinaba a Malebranche a aceptar todo aquello que pudiera haber de legítimo en las aspiraciones de los defensores del «puro amor»: de este modo todo el tratado, fuertemente inspirado en San Agustín, está impregnado del más poderoso teocentrismo. Pero Malebranche quiere conciliar este estado de espíritu con la conservación de la libertad, de la moral, y sobre todo de la preocupación por la salud: no soporta lo más mínimo que se haga problema del invencible deseo de felicidad, en el que él ve una necesidad «física y necesaria».
Su demostración arroja luz sobre una distinción, ignorada por los quietistas, entre el amor legítimo de la criatura por ella misma y el amor mercenario: «Con toda seguridad Dios es el solo fin de nuestro amor, pero nosotros hallamos en este amor nuestra felicidad, que no nos es indiferente. Así pues, no amamos a Dios en atención a nosotros mismos; lo que constantemente nos arrastra a amarlo es el sentimiento de lo que debe hacer nuestra felicidad . personal. Pero éste es un puro sentimiento y no un cálculo; ahora bien, es el cálculo lo que hace al amor mercenario». No podría, pues, existir el amor de Dios absolutamente desinteresado: no se puede amar a Dios sin que nos agrade, ni querer el Bien sin haber gustado de aquello que es bueno. Dicho de modo más general, ¿se puede amar sin motivo? Ahora bien, todo motivo se refiere necesariamente a nosotros, no siendo otra cosa que «la percepción agradable de un objeto del que se goza o del que se espera gozar».
Finalmente — y éste es un punto que no habían llegado a ver todavía lo más mínimo los fieles de Mme. Guyon —, este apetito de felicidad no es ni mucho menos inconciliable con la gracia: San Agustín, en el que Malebranche no cesa de ampararse, ¿acaso no habló de una santa concupiscencia? El Tratado del amor de Dios, que le valió a Malebranche la más completa estimación de Bossuet, es una puesta a punto perfectamente equilibrada de la cuestión quietista. No puede por menos de admirarse el arte con que Malebranche, aun ciñéndose lo más posible a las legítimas exigencias de los místicos, llega a conciliarlas con los datos, de la más clásica psicología.