Tratado de la Pintura, Leonardo da Vinci

[Trattato della pittura]. Colección de pensamientos y de notas extraídas de los manuscritos de Leonardo da Vinci (1452-1519), compilada hacia 1550 por un autor anónimo, segura­mente de Lombardía, que ha sido identificado erróneamente con Francesco Melzi.

Es muy conocida la intención de Leonardo de escribir un gran tratado sobre la pin­tura, pero se duda de que alguna vez lle­gara a realizarlo totalmente. En la mejor redacción que ha llegado hasta nosotros — la del Códice Urbinate 1270 de la Bi­blioteca Vaticana—, el Tratado comprende novecientos cuarenta y cuatro epígrafes o pequeños capítulos; el orden algo mecánico de la materia se debe al compilador. La primera edición impresa apareció en París en 1651 al cuidado de Rafael Du Fresne. Le siguieron otras ediciones, y entre las modernas tienen notable interés las de H. Ludwig (Viena, 1882) y la de Angelo Borzelli (Lanciano, 1914). El Tratado se abre con una discusión, que parece ser un ejer­cicio académico, sobre la preeminencia de la pintura respecto de las otras artes. La distinción acerca de los medios y de los límites de las artes (la poesía, por ejemplo, obra continuamente sobre la imaginación del lector, mientras que la pintura hace a la vez sensibles y como reales al ojo las cosas representadas) es esgrimida por Leonardo, quizá de una forma ingenuamente empírica y sofística, como prueba de supe­rioridad de su arte predilecto.

Así la pin­tura vence a la escultura porque, a dife­rencia de ésta, puede abarcar y compren­der en sí misma todas las cosas visibles, y sabe conquistar, disponiendo sólo de una superficie plana, el relieve y la perspec­tiva. También la música es hermana menor de la pintura porque muere en el instante mismo en que nace, mientras que el dibujo permanece a lo largo del tiempo. La discu­sión (tema muy tratado en la literatura ar­tística del siglo XVI) se justifica y se cierra con una exaltación de la pintura, concebida como ciencia fundada en la experiencia y admirable sobre todas las cosas, de cuyos principios se deriva el trabajo manual del artista. Mientras Leonardo por un lado hace resaltar el empirismo de los primeros teorizadores toscanos del «Quattrocento» al concebir su arte como un conocimiento na­tural y al determinar sus leyes, por otra parte entiende la imitación de las cosas, a que nos conduce aquel conocimiento, como un «trabajo de fantasía», como una mental e interior elaboración del modelo, y pro­fundiza en la conciencia de la espiritua­lidad artística tal como está expuesta en el famoso tratado De la Pintura (v.) de León Battista Alberti.

Reflejando en su obra la inmensa y animada naturaleza y multipli­cando sus formas, el pintor supera su pro­pia naturaleza y se convierte casi en un dios («el hálito divino que reside en el arte del pintor, hace que su inteligencia se trans­figure en una semejanza de mente divina»). Enunciados algunos preceptos generales de arte y de vida (necesidad para el pintor de ser universal, esto es, capaz de repre­sentar todas las cosas, de seguir su propio impulso y no las formas de los demás, de juzgar severamente su propia obra), sigue tratando, no siempre de una manera orde­nada, de las diversas partes de la pintura. Las bases de ella son para Leonardo el re­lieve, producto de la luz y de la sombra, el movimiento y la expresión psicológica. Para él el colorido tiene menos importancia; su ideal estilístico de la forma plástica su­mergida en la atmósfera de un claroscuro que se difuma, tiende a absorber el color en la sombra. Su interés por este último elemento, que es la cualidad artística de toda forma, viene expuesto en innumerables pasajes y en forma de distinciones acadé­micas.

Con la teoría de las sombras se rela­cionan en parte la agudas referencias al efecto de los reflejos sobre los colores. So­meramente trata Leonardo del movimiento, ley de todo el universo y necesidad del arte. Las proporciones aparecen así fijadas según un canon estático, pero, captadas en su dinamismo. Presta gran atención al len­guaje de los gestos y a la fisonomía, con particular cuidado por las características in­dividuales. También la teoría de la perspec­tiva está expuesta por Leonardo de una forma muy original, distinguiendo junto a la perspectiva geométrica y lineal (elabo­rada científicamente desde Alberti a Piero della Francesca, autor del tratado De pros­pectiva pingendi, v.), la del «color», como resultado de la variación de los tonos que se van alejando progresivamente del ojo, y la «aérea», efecto de la diversa densidad del aire interpuesto. La última parte del Tratado contiene admirables observaciones sobre el paisaje — cuya importancia como materia de obra de arte en sí misma Leo­nardo es el primero en reconocer — so­bre los árboles, las nubes, el horizonte.

Al­gunas de ellas nos describen efectos de la luz solar y fenómenos atmosféricos expre­sados pictóricamente sólo por los autores vénetos del siglo XVI o por los impresionis­tas del XIX, y que Leonardo observa y anota sin aconsejar su aplicación en pin­tura. En el fondo, el Tratado, expresado en geniales y fragmentarias intuiciones, es todo un programa de la pintura de Leonardo y a la vez del nuevo gusto figurativo del si­glo XVI, en cuanto Leonardo anticipa y fija algunos de sus caracteres esenciales.

Lo más interesante de la obra es su carác­ter autobiográfico, en el que el camino espiritual del artista en ella reflejado se identifica con el del autor. Leonardo quiere formular las leyes de todo lo que pictóri­camente le interesa, partiendo del arte para llegar al conocimiento científico y filosó­fico del universo. La pintura para él es siempre la forma suprema de expresar la realidad absoluta adquirida a través de este conocimiento. En este ideal de pintura cós­mica, arte y filosofía se confunden en el centro mismo de la personalidad de Leo­nardo. Sus ideas sobre el arte, a pesar de su carácter personal, tuvieron gran difu­sión, especialmente en Toscana y en Lombardía, durante la segunda mitad del si­glo XVI. De ellas se sirvió también, en par­te, el pintor y grabador alemán Alberto Durero en sus tratados teóricos sobre las pro­porciones.

G. A. Dell’Acqua

 [El Tratado de la pintura] es el programa fundamental del arte del siglo XVI… Leo­nardo es, quizá, el único caso de gran pin­tor y a la vez de gran pensador que había centrado su pensamiento, bajo el pretexto de la pintura en general, en la pintura que él mismo hacía o que preparaba para el futuro. Nos presenta el desarrollo ulterior del estilo pictórico como una necesidad de conquistar toda la realidad, pero a la vez expresa con palabras su amor por un ins­tante de visión que le permitía respetar la tradición florentina de la forma. (L. Venturini)