Torquemada, Benito Pérez Galdós

Tetralogía novelística del autor español Benito Pérez Galdós (1844- 1920). La primera parte lleva por título Torquemada en la hoguera.

El avaro presta­mista don Francisco Torquemada, viudo de doña Silvia, tiene dos hijos llamados Rufina y Valentín. La primera tiene un novio mé­dico, Quevedo, mientras su hermano, que está dotado de una inteligencia privilegiada, estudia y destaca en matemáticas, causando el asombro de sus profesores. El prestamista, implacable en cuanto se refiere a su profe­sión, revienta de orgullo por lo que a su hijo respecta. Y he aquí que, súbitamente, el chico enferma de meningitis. La terrible enfermedad desespera al padre que, por reacción, «para sobornar al cielo», se pone a hacer limosnas a troche y moche, con el desmaño de quien jamás soñó semejante cosa. La tía Roma le canta las cuarenta, desengañándole de que el hijo se le vaya a salvar por tan súbitas caridades. Valentinito se muere, y el padre, luego de un ata­que de furor doloroso, estupefacto de que sus dádivas no hayan podido comprar la vida de su hijo, vuelve a sus préstamos, ya que de nada le sirvió la caridad ejercida en tan breves horas.

Torquemada en la cruz es la continuación de este personaje que tiene sus antecedentes en Fortunata y Jacinta (v.) y en Torquemada en la hoguera. Don Francisco Torquemada traba conoci­miento con dos señoritas de la más rancia aristocracia española, por la absoluta ruina de las mismas, cuyo estado económico es tan desastroso ya (tienen a su cargo, por añadidura, un hermano ciego e imbuido de ideas de grandeza) que hasta una vieja colega de Torquemada le recomienda que se case con alguna de ellas, aprovechando para hacer semejante recomendación el que ella misma se encuentra a las puertas del más allá. Torquemada, que empieza cometiendo una imprudencia en su primer encuentro con Cruz del Águila, acaba por caer bajo el hechizo de aquélla y de Fidela, su her­mana menor, auxiliado por los buenos y paternales oficios de un anciano caballero amigo de las señoritas que trabaja activa­mente para que el prestamista se transfor­me físicamente y alcance, en apariencia por lo menos, el rango que su trato diario con Cruz y Fidela exige. El hermanito ciego, Rafael, no puede evitar su profunda repug­nancia por Torquemada, cuyo origen y cuyo oficio repudia violentamente.

Pero la situa­ción de las pobres arruinadas es tan espan­tosa que se avienen a casarse, una de ellas, la que sea, con el atroz viudo. Y Cruz, que se siente agotada por diez años de lucha para subsistir ella y sus hermanos, decide a Fidela para que sea ella la que se case. El pobre Rafael huye de su casa, y no sin enormes esfuerzos logran que transija, apa­rentemente, con el matrimonio. Torquemada en el Purgatorio es el tercer tomo de la interesante historia. En él se relatan los más peregrinos acontecimientos que hacen de la vida humilde, astrosa, del prestamista, una relampagueante subida a los altos es­trados de su recién adquirida aristocracia. Cruz, con empeño fanático, devuelve al hom­bre oscuro y maloliente que las sacó de la miseria su gratitud convertida en rango social; y el usurero se ve hecho todo un señor, alcurniado por su boda, capaz de ir conquistando puestos y más puestos en la política de finanzas que es para la que más condiciones tiene. Ya es marqués de San Eloy — título de la familia de su mujer—, y Fidela acaba por darle un hijo: un se­gundo Valentinito a juicio de Torquemada.

Pero el nuevo Valentinito nace monstruo, y su enorme cabeza, sus ojuelos de alimaña y sus patizambas piernas son un oprobio humano. Rafael, el hermano ciego, no pudiendo soportar la para él degradante situa­ción de su familia, se arroja por una ven­tana matándose. Torquemada y San Pedro, final de la novela, está a la misma altura de calidad que los volúmenes anteriores. Fidela se mustia entre sus riquezas y hono­res, Cruz lleva una vida fastuosa y se la hace llevar a su cuñado, que no se lo per­dona, y cuando muere Fidela, el espanto del avaro es tan grande que toda su triste alma se vuelca hacia el P. Gamborena, pres­tigioso misionero y ahora director espiritual de la familia, para que éste (al cual llama San Pedro, pues le supone dueño de las llaves del cielo) le asegure que, previos cier­tos extremos de tipo material, el perdón celeste y la gloria le esperarán cuando muera. Pues hacia la muerte se encamina el hasta hace poco aguerrido usurero — aho­ra ya hace en gran escala sus operacio­nes —, quebrantado por la muerte de su segunda esposa y la monstruosidad de su nuevo hijo.

Cuajadas en realidad las aspira­ciones de Cruz, pues todos sus objetivos humanos fueron cubiertos con superabun­dancia, la vida del palacio de Torquemada languidece fatalmente. Cuando la muerte del dueño llega, sin que el respetable P. Gamborena le asegure su perdón por parte del Altísimo, todo queda en suspenso: riquezas, fausto, ambiciones…, dando paso a lo que no falla jamás por lo que a los hom­bres respecta. Tetralogía larga, cuajada de tipos admirablemente estudiados con una suave ironía que nunca llega al sarcasmo, la obra de Pérez Galdós se lee con profundo interés y se termina antes que el lector quisiera.

C. Conde