[A Treatise on money]. Obra del economista inglés John Maynard Keynes (1883-1946), publicada en 1936. Esta obra ocupa un lugar de excepcional importancia en el pensamiento económico moderno.
La crisis de 1929 había asestado un golpe muy duro a la teoría económica clásica, que creía en un casi perfecto ajuste entre la oferta y la demanda, y consideraba todavía los períodos de depresión económica como simples tiempos de pausa, debidos solamente a un desequilibrio episódico entre la producción y el consumo y que no justificaban medida alguna de tipo coercitivo en el juego del sistema liberal. La Teoría general, refutando esta visión excesivamente optimista, intenta ofrecer una explicación global del ciclo económico y proponer un remedio a las crisis de superproducción. Keynes estudia necesariamente los diversos aspectos del problema, consumo, inversiones, empleo, salarios, moneda…, pero insiste en primer lugar sobre el carácter general de su teoría, es decir, sobre la rigurosa interdependencia de los factores mencionados: todo cambio en un punto cualquiera del sistema, repercute necesariamente sobre el conjunto.
De donde resulta, de la misma teoría, que un sólo error basta para anular toda una explicación. Keynes descubre en la teoría económica clásica varios principios erróneos, que vienen todos ellos a suponer automáticamente realizadas las condiciones del pleno empleo de la mano de obra. Keynes, por el contrario, se esfuerza en explicar cómo y porqué el pleno empleo no es nunca más que un caso límite, y, en consecuencia, en construir una teoría verdaderamente general, que englobe la teoría clásica, pero que proporcione igualmente una explicación del resto. Keynes distingue tres factores primeros determinantes de la situación económica: la propensión a consumir; la «eficacia marginal del capital», es decir, la esperanza de provecho del productor; y finalmente el interés. Nótese también el carácter subjetivo de los dos primeros factores. La teoría clásica se fundaba en la creencia de que la demanda dominaba a la oferta directamente, y que la misma producción se ajustaba al consumo.
Keynes demostró lo contrario, que los productores regulan su producción, no precisamente sobre el consumo real de hoy, sino sobre el probable consumo de mañana, es decir, sobre una previsión, previsión a corto plazo cuando se trata de bienes de producción, es decir, inversiones. El carácter subjetivo de este factor introduce en el sistema una posibilidad de error: el optimismo exagerado de los productores en período de desarrollo contribuirá poderosamente a abrir la crisis. Recíprocamente, su pesimismo excesivo, contribuirá a agravarla. Del mismo modo, las variaciones del consumo están determinadas por el estado de espíritu de los consumidores. Esto lleva a Keynes a enunciar su primera ley esencial: cuando la renta de los consumidores crece, la mentalidad de la comunidad es tal que su consumo crece menos rápidamente que su renta; cuando más dinero se gana, más tendencia se tiene a «formar un rinconcito». Por otra parte, el empleo de las sumas así ahorradas depende a su vez de la libre elección del ahorrador entre dos soluciones: invertir o atesorar.
La «preferencia por el líquido», es decir, la reluctancia del ahorrador a invertir su ahorro, se encuentra en el origen de las crisis de superproducción. Reemprendiendo la crítica ya expuesta en su obra acerca de la moneda, Keynes demuestra cómo la moneda, lejos de ser un simple «lubrificante» de la actividad económica (como en la teoría cuantitativa de la moneda), puede contribuir a desregularizar todo el sistema: el ahorro, es decir, el acto de diferir un gasto posible, de reservar una parte de su renta, no constituye un enriquecimiento para la comunidad salvo Si se transforma en inversión. Esta «preferencia por el líquido» (por el atesoramiento) que corre el riesgo de comprometer la salida de la producción y el equilibrio del empleo, se explica por una propiedad singular de la moneda: la moneda es el único bien que no se degrada con el tiempo, y cuya conservación no cuesta prácticamente nada. Toda otra riqueza exige el ser empleada o consumida. Puede verse dibujada aquí una de las soluciones que propone Keynes para prevenir las crisis (que se deberían menos a la superproducción que al bajo consumo): la institución de una moneda fungible, por la inflación o por cualquier otro medio, que arrebatase a los ahorradores el beneficio del atesoramiento, destruyera su «preferencia por el líquido» y les obligara a invertir el excedente de renta que ellos no hubieran empleado inmediatamente en bienes de consumo.
Otra solución posible para impedir el atesoramiento es el alza del tipo de interés que recompensa la colocación del ahorro. Es la solución preconizada por los economistas clásicos y a menudo empleada por los gobernantes. Pero Keynes le opone inmediatamente una objeción, en su espíritu decisivo: el alza en el tipo de interés disminuye necesariamente «la eficacia marginal del capital», es decir, el beneficio del productor. Esto le desanima a producir, a pagar salarios, y lleva, pese a que quiera evitarse, al paro. La posible acción del Estado sobre el tipo de interés ha demostrado que es un arma de doble filo. Pero Keynes señala que la «preferencia por el líquido» proviene, más de que el ahorrador estime que el tipo de interés es demasiado pequeño (el atesoramiento no produce nada), de que el que ahorra espera que este tipo de interés cambiará muy pronto y en consecuencia reserva su capital para colocarlo mejor. La intervención del Estado podría consistir por tanto en provocar que se mantuviera constante el tipo de interés, a que éste fuera disminuyendo gradualmente, de modo que el ahorrador no tuviera razón alguna para diferir su colocación.
Esta medida, aplicada por Roosevelt después de 1934, evidentemente puede no ser suficiente para evitar el paro. Keynes vuelve entonces a la idea del establecimiento de las obras públicas: es preciso emplear la mano de obra a todo precio. Los faraones hicieron construir las pirámides y los reyes de la Edad Media las catedrales; el Estado moderno debe explotar las minas de oro y muy bien podría tener interés en enterrar los billetes de banco, de modo que pudiera emplear a los parados en extraerlos: la inflación monetaria cubriría sus salarios. Pues es mejor mantener el salario nominal del obrero, con libertad de poder disminuir su valor real por la inflación, que permitir a los productores disminuir los salarios para que pueda quedarles el margen de beneficio necesario. El efecto sería el mismo, puesto que esta inflación permitiría pagar a los parados, y aumentar el poder de compra y el consumo de los sueldos, y por tanto desarrollar la producción. Parece, por consiguiente, que es el empleo del ahorro el que supone el empleo de la mano de obra, y no a la inversa.
La teoría cuantitativa de la moneda puede entonces expresarse así: en caso del empleo total, los precios varían del mismo modo que la cantidad de moneda (tesis clásica); pero en todos los demás casos, cuando existe el paro, es el empleo el que varía como la cantidad de moneda. Sucede que, para Keynes, el paro puede muy bien ser involuntario. Los clásicos creían que el paro no tenía más que una causa: las exigencias de los obreros que rehúsan trabajar con unos salarios por debajo de cierto tipo. Keynes demuestra, por el contrario, que estas exigencias son un poderoso factor del pleno empleo: pues si los obreros aceptasen un salario excesivamente bajo, se seguiría una insuficiencia de poder adquisitivo global de todos los consumidores, y de aquí una disminución en la demanda efectiva, que llevaría a la baja de precios, a la superproducción y al aumento del paro. Esto es lo esencial de la teoría de lord Keynes. La obra se enriquece con numerosas digresiones teóricas y prácticas, las leyes establecidas, a menudo se traducen al lenguaje matemático; varios capítulos se ilustran con comentarios sobre determinados períodos de la historia económica, o con refutaciones de las teorías clásicas de J.-B. Say, Hobson, Ricardo y de sus contemporáneos: Marshall, Pigou…
El libro concluye con un esbozo de la filosofía social en la que puede desembocar la «teoría general». Después de una discusión sobre el derecho a la herencia, Keynes demuestra cómo el Estado debe intervenir en la lucha contra el paro: manteniendo o bajando progresivamente el tipo de interés llegando a la eliminación del «rentista» o capitalista inactivo; centralización de las previsiones económicas, para evitar los peligros de la especulación, la pujanza del optimismo excesivo y los movimientos de pánico; socialización de la inversión para regular el ciclo económico. Liberal de corazón, dirigista en cuanto a la razón, las teorías de Keynes siguen siendo uno de los esfuerzos más lúcidos del pensamiento económico moderno para conjurar la crisis del sistema capitalista.