Teoría General de las Bellas Artes, Johann Georg Sulzer

[Allgemeine Théorie der schonen Künste). Es la obra principal del filósofo suizo Johann Georg Sulzer (1720-1779), pu­blicada en 1771-1774; tratado, ordenado alfa­béticamente, de los conceptos fundamenta­les de la estética y de cada una de las artes.

En esta obra se atiende particularmente a los medios expresivos, a los esquemas de ritmo y de composición, a la gama variada de los elementos del lenguaje artístico, así como a las caracterizaciones críticas. El au­tor extiende su investigación a todas las artes mayores y menores, incluyendo la jar­dinería y la danza. Pone a contribución una sustancia cultural tomada de las experien­cias de la retórica antigua, de la tratadística del Renacimiento, y de la francesa del «grand siècle», además de las experiencias minucio­sas, pero no menos importantes, de los círculos de aficionados y diletantes, cada vez más activos desde la época barroca en adelante.

Citaremos algunas voces entre las más significativas: «estética», «alegoría» (con particu­lar referencia a Winckelmann), «agradable», «disposición» (ya en la arquitectura, ya en la poesía), «antiguo» (con la exaltación de la grandeza tranquila y noble simplicidad de la estatuaria clásica), «expresión» (lograda contribución de Junius y Lessing), «ilustra­ción», «oratoria», «carácter» y «característico» (insinuando pensamientos que serán luego desarrollados por Goethe y de los que ha­cen abundante uso Shaftesbury y Diderot), «colorido», «comedia», «contrapunto», «esen­cia de las diversas artes» (consideradas como formas de expresión autónomas e inviola­bles), «drama», «color local», «unidad», «in­vención» (con dependencia de Lessing), «su­blime» (al que Boileau con la traducción del tratado homónimo (v.), del Pseudolonginos, había dado nuevo auge), «forma», «gusto», «pintura sobre cristal», «paños», «grabados», «gótico», «fealdad», «actitud del cuerpo» (esto es, el francés «maintien»), «ar­tes» (de ahí la investigación acerca de sus orígenes y los pueblos que más las cultivaron), «paisajes» (de donde nacen las ideas que, polarizadas por Rousseau, se conver­tirán en programa de la sensibilidad román­tica), «odas», «ópera», «órdenes arquitectó­nicos», «Ossian», «pantomima», «perspectiva», «belleza», «retrato», «ritmo», «sátira», «soneto», «columna», «canto», «proporcio­nes», «verdad» (entendida no ya como ver­dad de naturaleza, sino como perfección normal), «verosimilitud» y otros semejantes.

La totalidad de los temas están tratados con erudición asombrosa y con una mirada que abraza los diversos campos de la produc­tividad imaginativa del espíritu: primer in­tento en su género si se considera el modo sistemático con el cual los diversos concep­tos son indagados en sus atribuciones y co­rrelaciones recíprocas. Si el plan extrínseco de la obra le pudo haber sido sugerido a Sulze por el Dictionaire des Beaux-Arts de La Combe, sus motivaciones ideales provienen de Leibniz, de Batteaux, de Home y de Mengs. Sulzer se mueve en el terreno de la Ilustra­ción en el que está ya sin embargo fermen­tando la primera levadura romántica. El arte es obligado a un cometido moral al atribuirle la función de lo verdadero y lo bueno en el hombre. El arte (con referencia a la definición «bellas artes») debe embe­llecer la naturaleza, aspirando a la belleza ideal cuya ejemplificación más solemne nos es proporcionada por el Zeus de Fidias, y el Apolo del Belvedere. Es un canon antiguo al que darán, en el ínterin, una ordenación sistemática Mengs y Winckelmann.

Por con­siguiente mientras los grecorromanos están en el vértice de la escala de la perfección, los flamencos ocupan el primer peldaño, y a la escuela boloñesa y romana está asig­nada una posición intermedia. Se atribuye relieve particular a la figura humana, en que la belleza ideal puede manifestarse mejor. Pero Sulzer incurre en la confusión intelectualista de la belleza objetiva (física) con la belleza del arte. Y no lo redime tampoco de este error el pensamiento de que, además de las lecciones de los clásicos y del Rena­cimiento, sea también válida una belleza moderna, porque — como él dice — sería absurdo pensar que todas las mujeres hu­biesen de tener las proporciones de la Venus de Milo, y los hombres las de Apolo. Pero el valor de la obra está en la apreciación de la «historia» entendida como riqueza siempre creciente del espíritu.

S. S. Ludovici