Diálogo filosófico de Platón (428?-348? a. de C.) perteneciente al grupo llamado de la vejez (v. Parménides, Sofista, Político, Filebo, Timeb y Leyes).
Es uno de los mejores diálogos platónicos, tanto por la exposición doctrinal del método de Sócrates, como por la crítica en él contenida, de la sofística y de la doctrina sobre la cual se fundaba esta filosofía. El fin del diálogo, cuyos interlocutores son Sócrates, el matemático Teodoro y el joven Teetetes, es la definición de la ciencia; esta definición se busca según un riguroso método mayéutico, tratando Sócrates de extraerla, a fuerza de preguntas, de los otros dos interlocutores. Teetetes define al principio la ciencia como «sensación», afirmación que el propio Sócrates relaciona con las teorías relativistas, que pululaban en el clima áureo, y ya decadente, de Atenas: otro tanto habría dicho Protágoras, el cual, afirmando que el hombre es la medida de todas las cosas, veía precisamente en la sensación individual el criterio de la verdad científica; otro tanto habrían dicho los defensores del «todo pasa», de Heráclito, los cuales, considerando el mundo como un continuo fluir, reconocían en el acto del encuentro entre sujeto y objeto la única verdad científica posible, verdad siempre relativa y transitoria. Pero la definición no es cierta; si lo fuese, al ser todas las sensaciones absolutamente verdaderas, todos los hombres valdrían igual, todas las opiniones serían igualmente verdaderas, hasta las contradictorias.
Y esto no es admisible, porque el futuro, desmintiendo las opiniones erradas y confirmando las justas, demuestra que existen una verdad y un error. Por otra parte, admitiendo la teoría del continuo devenir, la propia sensación se convierte en algo fluido y sustancialmente diverso de sí mismo, con lo que por un momento se podría decir que hay algo que es. Finalmente, la actividad del espíritu no toda es sensación: cuando decimos que dos objetos se parecen, la sensación nos la dan el uno y el otro, pero su semejanza no resulta de la sensación, sino de la comparación de las sensaciones hecha por la propia alma. Teetetes debe, por tanto, modificar su definición diciendo que la ciencia es la «opinión verdadera».
Pero si existen opiniones verdaderas y opiniones falsas, ¿por medio de qué proceso se puede averiguar que hemos incurrido en error? No se puede pensar que el error provenga de la confusión de lo que se sabe con lo que igualmente se sabe, ni de lo que se sabe con lo que no se sabe, ni de lo que es con lo que no es (ya que lo que no es no se puede pensar), ni de lo que es con lo que igualmente es (porque si eso ocurriera, habría que considerar el alma como incapaz de todo discernimiento). Podríamos pensar que el error consiste en la debilitación del recuerdo, que llevaría a confundir entre sí, como imágenes impresas en una cera demasiado blanda o demasiado dura, las sensaciones pasadas sobre las cuales formulamos las ideas actuales; y, sin embargo, si así fuera, el error consistiría en la inadecuación entre la sensación y el pensamiento, mientras que, por el contrario, existe también un error que tiene lugar entre objetos puramente ideales, como ocurre cuando cometemos errores de cálculo.
Finalmente, si consideramos que nuestros conocimientos adquiridos se agitan en nosotros como palomas en un palomar y que el error consiste en tomar una cosa por otra, deberemos concluir que éste se reduce a una sustitución de Un saber por otro, o sea, que el error es una consecuencia de la propia ciencia. Por otra parte, aun renunciando a resolver el problema, es claro que la segunda definición es equivocada: un juez que juzga sobre un hecho del que no ha sido testigo podrá formular una opinión verdadera, pero nunca poseerá una ciencia sobre aquel hecho; opinión verdadera y ciencia, por tanto, no coinciden. Teetetes intenta entonces la tercera definición: ciencia es «la opinión verdadera acompañada de razón». Pero, ¿qué es lo que se ha de entender por razón? ¿Acaso el conocimiento de todos los elementos constitutivos de un objeto? En tal caso, quien escriba exactamente el nombre de Teetetes, comenzando con una 0 y erróneamente el de Teodoro, comenzándolo con una T, demostrará que no poseía la ciencia de la letra 0 aun habiéndola escrito con razón (es decir, comprendiéndola como elemento constitutivo del primer nombre) y con verdadera opinión al escribir el nombre de Teetetes.
Y si por razón entendemos el conocimiento de lo que distingue un objeto de los otros, la razón viene a identificarse con la opinión verdadera que, sin el conocimiento de las diferencias características, no podría ser tal. En este punto se interrumpe el diálogo; Sócrates debe volver al Pórtico del Rey, donde lo esperan sus acusadores. El Teetetes corresponde, pues, a aquel género principalmente crítico e investigador, que no se propone tanto la afirmación de un sistema cuanto la de una actitud filosófica y de un método esencialmente diverso de los de las filosofías tradicionales. Platón había ya formulado casi toda su doctrina y entonces afirmaba sus problemas particulares, complaciéndose a la vez en poner en relación su pensamiento con otras filosofías y con otras actitudes dialécticas, llevándolo hasta sus consecuencias extremas, para notar su vibración en los espíritus.
Un agudo interés histórico, especulativo y psicológico, anima estos últimos diálogos. Y de este triple interés resulta la fuerza singularmente dramática de la obra: las actitudes de la filosofía presocrática y preplatónica, más que criticadas y negadas, vienen evocadas en su validez universal; un cuadro casi completo del pensamiento helénico matemáticamente límpido y nítidamente creador, con rápidos escorzos de mitos y representaciones alusivas, forma el fondo en el que se desenvuelve la sutil investigación, en la que resalta, junto a la aguda figura socrática, la del adolescente Teetetes, puro especulador en agraz, mente lúcida y de buena fe, en la que Platón ve con simpatía un modelo de joven filósofo. [Trad. española de Patricio de Azcárate en Obras completas, tomo III (Madrid, 1871) y en el tomo I de la edición argentina (Buenos Aires, 1946)].
U. Déttore
En Platón tiene lugar el raro connubio de una gran sutileza lógica con el típico entusiasmo por la poesía, fundido por el esplendor y armonía de sus períodos, en un torrente irresistible de impresiones musicales que conducen a la persuasión en una carrera sin aliento. (Shelley)
Para Platón, la exposición, y su perfección y belleza, no es medio, sino fin en sí misma. Ya su forma es, por tanto, en rigor, enteramente poética. (F. Schlegel)
Hay dentro una trama espiritual que vibra, a cada toque, con innumerables resonancias. (M. Valgimigli)