Reflexiones Sobre La Historia Del Mundo, Jakob Burckhardt

[Weltgeschichtliche Betrachtungen]. Obra del historiador suizo Jakob Burckhardt (1818-1897), originariamente un ciclo de lecciones y conferencias dadas en diferentes ocasiones en Basilea desde el año 1866 a 1870, y reunidas y publicadas después de la muerte del autor en Stuttgart en 1905.

Rechazando cualquier filosofía de la Historia y todas las tentativas llevadas a cabo desde San Agustín en adelante de descubrir en ella un designio providencial o racional, Burckhardt observa y examina con clara mirada, de la manera más obje­tiva posible, la multiplicidad infinita de los fenómenos históricos. La conciencia histó­rica es la base de la civilización; solamente los bárbaros están privados de ella, y pre­cisamente por esto son bárbaros. «Conocer todo lo que ha sucedido es la manera de librarse de la tupida red de determinacio­nes que ata al hombre». Pero la perfecta objetividad, que sería la perfecta liberación, no es posible, porque la historia es siempre vista subjetivamente.

Asimismo la supera­ción de las luchas de la vida en el cielo de la contemplación pura, aunque fuese com­pleta, no podría jamás saciar el espíritu que no puede sustraerse «a un sentimiento ele­giaco» de renunciación respecto a la acti­vidad ajena, y sobre todo a las grandes in­dividualidades que crean lo nuevo, lo vivo, irrumpiendo de la muerta corteza del pa­sado. En resumen, solamente en las grandes individualidades, lo universal se identifica con lo particular, y su destino con el su­ceso histórico; las demás son abandonadas en su camino; no es desde su punto de vista que se juzga la historia; lo que pue­de ser un mal para el individuo, visto desde un punto más elevado puede parecer y ser un bien. La verdadera conciencia histórica debe librarse de los conceptos de éxito y fracaso, así como de los de progreso y re­troceso.

El centro de la historia es el hom­bre, siempre igual a sí mismo; «como fue, como es, como siempre será, que sufre, lucha, actúa». La historia, es decir, el es­píritu que la crea y cambia, no se traslada, quedando en su mutación siempre presente a sí misma y siempre múltiple; por esto la narración histórica debe ser, no una subor­dinación de causas y efectos según una lí­nea de sucesión que no puede ser arbitra­ria, sino una coordinación de la multipli­cidad de los fenómenos. Entre los infinitos modos posibles de agrupar los acontecimien­tos, Burckhardt escoge tres formas: Cultu­ra, Religión, Estado, y de cada una examina sus caracteres y sus relaciones. Es la Cultu­ra la que representa de una manera más plena al hombre en su valor, porque en ella, especialmente en el arte, se manifiesta más libremente la espontaneidad creadora del individuo, que es el eje de la concepción burckhardtiana.

Religión y Estado: la pri­mera por su rigidez dogmática, el otro por su predominio de la fuerza «que en sí es siempre un mal», tiene, por el contrario, una acción coercitiva que se convierte más que nunca en nociva cuando sus efectos se suman, como en el estado teocrático. Es de desear que su acción se limite al campo de cada uno sin interferencias ni intromisiones en el de la Cultura. La misma Cultura de­bería abstenerse de las mezclas con la po­lítica, de la cual es tan independiente en su esencia que a menudo los períodos de mayor esplendor se dan en épocas de tira­nía. En general, Burckhardt no tiende a es­tablecer leyes: se limita a comparar las distintas épocas según las afinidades de los casos, en un inmenso panorama que abraza la Persia sasánida y la Roma pontificia, el esteticismo ático y el tecnicismo americano.

Un tímido rayo de fe en el espíritu, que se trasluce de vez en cuando, no basta para iluminar el futuro, que permanece siempre imprevisible. Tal vez la civilización será sofocada por la difusión del espíritu prác­tico de lucro, carácter fundamental de la época moderna; tal vez también, por reac­ción, una religiosidad nueva surgirá de en­tre las ruinas como la cristiana se levantó de entre los escombros del mundo clásico. [Trad. de Liuba Dalmore (Buenos Aires, 1945)].

G. Cardona