Los infantes de Carrión, Juan de la Cueva

La leyenda fue llevada a la escena por Juan de la Cueva (1543-1610) en la tragedia en verso, dividida en cuatro partes o «jor­nadas», Los siete Infantes de Lara, estrenada en Sevilla en 1579 y publicada con sus come­dias y tragedias en esta misma ciudad en 1588. Juan de la Cueva es el primer drama­turgo español que se inspira en las leyen­das históricas nacionales. Saca el asunto de la Segunda Crónica General de 1344 y de la Hystoria breve del muy excelente cavallero el Conde Fernán González con la muerte de los siete Infantes de Lara, de 1511, pero en la variada figuración escénica los temas de los «romances», crónicas y cantares anti­guos son sentidos más bien en sus valores humanos — el amor, la sociedad — que en los terribles aspectos de la guerra entre linajes adversos y la venganza familiar.

La acción empieza con la que propiamente es segunda parte de la historia: la primera, con el adiós de Ruy Velázquez, el envío de su cuñado Gonzalo Bustos (o Gustios) como embajador y la matanza de los Infantes en la llanura de Almenar, viene a conocimiento del es­pectador mediante narraciones y alusiones. La obra empieza presentando a Almanzor en su corte de Córdoba, donde escucha de sus capitanes Viara y Galve el relato de la valerosísima muerte de los Infantes. Mientras Gonzalo Bustos, padre de los siete jóvenes, protesta por haber sido encarcelado por Almanzor, éste le informa de una carta de Ruy Velázquez, según la cual hubiera debido darle muerte sin demora. En la se­gunda «jornada», en la Corte, el capitán Vialba habla de su pasado glorioso y de sus hazañas; en un banquete con Almanzor, que refiere la horrible batalla, Gonzalo ve las cabezas de los siete, jóvenes y de su ayo Ñuño Salido, que le han sido puestas de­lante. Reconociéndolas por los de sus que­ridos hijos y amigo, rompe en un llanto doloroso y desesperado. El moro se deja llevar por la compasión y le pone en liber­tad para que vuelva a su tierra. En la ter­cera «jomada» Gonzalo parte de Córdoba: Zaida, hermana de Almanzor, enamorada del prisionero, intenta retenerlo con exhor­taciones, pero en vano. Gonzalo se aleja a pesar de que sabe la incipiente maternidad de la joven, pero le deja la mitad de su anillo a fin de que el hijo que ha de nacer pueda luego darse a conocer de él y ayudarle en la inexcusable venganza contra Ruy Velázquez.

Zaida da a luz una criatura, y Almanzor, airado en su orgullo de príncipe por el amor de su hermana a un prisionero cristiano, se calma sólo ante las palabras de aquélla: por otra parte, ahora, pasado el peligro de poderosos enemigos, se siente fuerte en su reino. En la cuarta «jornada» el joven bastardo — llamado Gonzalo Mudarra — es armado caballero, deja a su ma­dre y va hacia la tierra de Gonzalo Bustos, deseoso de vengar el ultraje hecho a su pa­dre y a sus siete hermanos. Llega así a la corte junto a Ruy Velázquez, se deja bau­tizar, no sin alguna dificultad, por voluntad de su padre, y al fin, retando al viejo Ve­lázquez que había mandado la matanza de su gente, le da muerte. Luego pega fuego a la casa de doña Lambra (v.), por cuyo odio había surgido la disputa con los Infantes de Lara, y al ver a la anciana que se debate entre las llamas, se burla ásperamente de ella. La venganza queda finalmente cum­plida («Parte de la maldad por esta vía/ Se va pagando…»). La tragedia, quizás dé­bilmente construida, tiene acentos de huma­nidad y veracidad precisamente en el mundo de los afectos familiares, desde Zaida a Mudarra al mismo Gonzalo Bustos y a los Infantes, pero en conjunto se resiente de la diversidad de las fuentes y de la tentativa de traducir en una acción única motivos tan variados y complejos.

C. Cordié