[Duodecim principia philosophiae]. Vulgarización popular de cosmología y psicología escolástica del filósofo español, compuesta en 1310, publicada en París en 1516. La obra está dedicada a Felipe el Hermoso, como otras obras de este período, tales como El lamento de la Filosofía, en el que, como en ésta, la filosofía presenta sus quejas, especialmente contra los averroístas, al rey de Francia.
El artificio literario, con fines de popularización de la propia filosofía aristotélica, especialmente de la metafísica, psicología y física, pero procedentes de la doctrina de San Agustín y San Buenaventura, sobre todo en el arte de formar los conceptos, prevaleciendo el elemento voluntario y afectivo, y en varios otros puntos, consiste en el encuentro de Raimundo con las damas Contrición y Satisfacción y juntos van «a un amenísimo prado bajo la sombra de un árbol en el que muchos pájaros cantaban» en compañía de la Filosofía mientras ésta se queja en alta voz, junto a sus «doce principios», de la oposición que calumniosamente habían hecho surgir los averroístas entre ella y la Teología, de la que se declara sinceramente esclava: el «intelecto», interpelado por ella, protesta de que en París le están ofuscando y entenebreciendo, de que le sofocan, reduciéndolo a un ser «sin aliento ni virtud».
La filosofía, conjura a Raimundo y a sus damas, para que intercedan cerca de Felipe, rey de los franceses, «por gracia de Jesucristo, y con su admirable ayuda, esplendente de gloriosa corona… refulgente entre los reyes de la Cristiandad, por poder, por sumo celo de la fe cristiana y por caridad». Al pedirle los asistentes que les informe antes de las condiciones de sus doce principios, estos principios se van presentando y haciendo notar sus respectivas cualidades generales y sus notas individuales. La alegoría y la dramatización son infantiles y a veces deliciosamente ingenuas, queriéndolas así el autor dados los fines de vulgarización. Cada uno de los principios, en períodos breves y concisos, con pinceladas netas y precisas, hace su propio retrato; y sin aire de enseñanza, sólo haciendo sus confidencias bondadosa y familiarmente, da su breve lección.
En seguida, después de haber hablado durante una hora, la «forma» se despide: pero aunque seguros de que hubiese podido hablar mucho y largo todavía, ha dicho de modo implícito todo cuanto tenía que decir, según puede comprobarlo una «inteligencia científica sutilmente intuitiva». A la «forma» sucede la «materia» — continuando con la teoría hilemórfica aristotélico-escolástica —, que se presenta, como «absoluta pasión bajo absoluta forma, reunidas: y como del mar salen todas las aguas de los ríos y a él vuelven, del mismo modo, de mí se derivan todas las materias particulares y a mí vuelven, porque soy absoluta». Habla por extenso y podría continuar aún, pero ha de dejar su lugar a la «generación» y ésta, a su vez, a la «corrupción» que con mucho gusto ejemplifica el «corruptio unius generatio alterius», mostrando que en la justicia, en la templanza, castidad, humildad, fe, etc., están en germen incluidas sus opuestas: avaricia, gula, lujuria, soberbia, infidelidad, etc.
Siguen la virtud «elementativa» y la «vegetativa», la «sensitiva», la «imaginativa», el «movimiento», el «intelecto», la «voluntad», y por fin la «memoria». Raimundo y las damas, todos ya bien informados, aceptan ser embajadores «cerca del serenísimo rey de Francia… humilde y devotamente», y el rey que «verdadera o devotamente es humilde (sic), aceptó benignamente sus proposiciones, etc.». Los Doce principios confirman la fama de Lulio como vulgarizador de la escolástica. Su saber enciclopédico y su versatilidad literaria las puso, no al servicio de la ciencia especulativa, sino al de la acción. Sus ideas filosófico religiosas, las vertió en los moldes de la alegoría, de la novela, de la poesía: no precisamente del tratado rigurosamente escolástico.
G. Pioli