Colección de narraciones legendarias del poeta español Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), publicada póstuma en 1871. Con una de las mejores prosas del siglo XIX español Bécquer enlaza la leyenda romántica con los cuentos de la obra de Rubén Darío Azul (v.). El sentimiento y la visión romántica logran un nuevo ritmo expresivo, se afinan, se vuelcan hacia lo subjetivo, situándose mucho más cerca del mundo legendario nórdico que de Zorrilla o el Duque de Rivas. Algunas veces el autor, al colocar la narración en boca de un personaje e imitar su modo familiar, consigue, mediante este recurso naturalista, sorprendentes efectos; tal es el caso del alud de palabras de la beata en «Maese Pérez el organista».
Entre las 18 leyendas, una, «Tres fechas», se desarrolla en época contemporánea al autor, y otra, «El beso», narra el castigo a la profanación de una estatua durante la guerra de la Independencia; sin embargo, el marco de ambas, calles e iglesias de Toledo, es medieval. Otras dos se desenvuelven en el lejano y exótico mundo hindú. En la primera, «La Creación», la única en que predomina la sonrisa irónica, presenta a Brahma, eternamente aburrido y fastidiado, buscando una distracción en la creación; entre los seres creados están los gandharvas, chiquillos traviesos e incorregibles, que un día logran entrar en el laboratorio del gran dios, donde mezclan y confunden todos los productos allí encerrados, dando así origen a un mundo raquítico, oscuro, ligeramente achatado por los polos; Brahma, indignado, está a punto de destruirlo, pero prefiere entregarlo a los gandharvas para que jueguen con él. En la segunda, «El caudillo de las manos rojas», narra, en una prosa que imita la manera oriental, el angustioso peregrinaje del príncipe Pulo-Dheli, que por el amor de Siannah, mató a su hermano, esposo de ésta.
Paisaje, misterio, superstición y amor por una mujer inalcanzable se unen en tres de las leyendas más logradas: «Los ojos verdes», en que un joven noble, desafiando los consejos de su montero, se hunde en las aguas de una laguna, arrastrado por el encanto de unos ojos de mujer que le ofrecen un amor eterno; «La corza blanca», en la cual Garcés, montero de Don Dionís, enamorado de su hija Constanza, se propone cazar una misteriosa corza blanca para regalarla a ella; mientras espera su presa se duerme, siendo despertado por una canción, y ve entonces a las ciervas en tropel capitaneadas por la corza blanca que se dirigen hacia el río, y allí, ante sus atónitos ojos, a la luz de la luna inmóvil, unas bellísimas mujeres desnudas juguetean en el agua, las cuales, al ser descubiertas, se transforman en ciervos; el joven arroja su saeta a la corza blanca, y aparece Constanza mortalmente herida, revolcándose en su propia sangre; «El rayo de luna», llena de contrastes de sombra y luz, cuyo protagonista, enamorado de la soledad de tal forma «que algunas veces había deseado no tener sombra», descubre una mujer misteriosa, la persigue, corre tras ella, pero es inútil, no logra alcanzarla; al fin descubre que se trataba de un rayo de luna.
La locura como castigo aparece en el relato «La ajorca de oro»: una muchacha caprichosa exige a su enamorado la joya que brilla en el brazo de la Virgen del Rosario, patrona de Toledo; el sacrílego cae vencido a los pies del altar. Toledo es también marco de otras dos leyendas: «El Cristo de la Calavera», casi antirromántica; la intervención divina impide un duelo que va a desarrollarse ante un crucifijo; los dos combatientes acaban amigos y olvidan a la dama motivo de la disputa; y «La rosa de pasión», que presenta un conflicto entre religiones: el amor conduce a una joven hebrea a ser sacrificada por su propio padre; una misteriosa flor con los atributos de la Pasión del Salvador crece en el lugar del martirio. El mismo motivo del amor entre gentes de distinta religión, esta vez un guerrero cristiano y la hija de un alcaide moro, arrastra a los protagonistas de «La cueva de la mora» a un trágico desenlace; los cadáveres de los enamorados vagan aún por los alrededores de la cueva en que encontraron la muerte. En «La cruz del diablo» narra las luchas entre un pueblo y su aborrecido señor, y a la muerte de éste con el demonio que anima su armadura, con la cual finalmente construyen una cruz maldita. En «Creed en Dios», el barón de Montagut, incrédulo, hombre de negros instintos, es llevado por un corcel hasta el trono del Señor; devuelto a Montagut no encuentra su castillo, en su lugar hay un convento; una leyenda cuenta que al último señor se lo llevó el diablo hace cien años. En «La promesa», el conde ha de casarse con un cadáver para que cese un prodigio maravilloso : era imposible cubrir de tierra la mano de la muerta. «El gnomo» posee un sentido casi panteísta, con el diálogo entre el Viento y el Agua, y los diabólicos espíritus, dueños de las riquezas de la tierra.
Pero las más originales y conocidas leyendas son las referentes al mundo de los muertos. En «Maese Pérez el organista», el ánima del ciego organista de Santa Inés vuelve a la tierra en la noche de Navidad, para tocar el órgano del pequeño templo; en «El Monte de las Ánimas», el joven que en la noche de Difuntos desafía la leyenda que rodea el antiguo-convento de los Templarios es encontrado muerto el día siguiente; y por último, el «Miserere», la de mayor fuerza, la más impresionante; el autor encuentra en un viejísimo cuaderno de música de una abadía un Miserere inacabado; notas en alemán ponen una densa atmósfera de misterio: «Crujen, crujen los huesos y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos», «es la Humanidad que solloza y gime», «las notas son huesos cubiertos de carne». Un viejo le cuenta la historia de aquella música: es la transcripción musical del Miserere que cantaban pidiendo misericordia los cadáveres de unos monjes asesinados por unos bandoleros, muertos probablemente en pecado.
Bécquer se muestra en esta obra como consumado prosista; pero siempre, a través de las imágenes, de los encantos de la prosa, de los detalles que captan la atención del autor, del misterio que flota en el ambiente, de esa mujer vaporosa, «cendal flotante de leve bruma», que se confunde con un rayo de luna o se pierde en el fondo de una laguna perseguida por el héroe, está el gran poeta de las Rimas (v.).
S. Beser
Este arte, que no tiene por objetivo más que la belleza — la belleza y nada más que la belleza — al damos mía visión honda, aguda y nueva de la vida y de las cosas, afina nuestra sensibilidad, hace que veamos, que sintamos lo que antes no veíamos, ni comprendíamos, ni sentíamos. (Azorín)
La prosa de Bécquer, como su verso, busca la cadencia, no la sonoridad; la sugerencia, no la elocuencia. (Cernuda)