Ley de las Garantías, Anónimo

[Legge delle guarentigie]. Esta ley italiana, promulgada el 23 de marzo de 1871, tuvo gran importancia, por estar estrechamente ligada a la famosa «cuestión romana». Con la anexión de Roma a Italia no sólo se hallaron en abierta oposición el Estado y la Iglesia en lo referente a sus relaciones mutuas, dados sus irreductibles puntos de vista — confe­sional o teocrático el de la Iglesia, jurisdiccionalista o separatista el del Estado — exas­perados por la pretensión común al Estado liberal y a la Iglesia, de ejercer funciones y misiones de naturaleza ética; el choque era inevitable, dada la cuestión territorial en cuanto a la ciudad de Roma, entre el Estado italiano y la Santa Sede. Puesto que el Papa no se avenía a renunciar a su poder temporal, Italia se apoderó de Roma por la fuerza; por su parte, el Papa no quiso nunca reconocer esta anexión; de ahí la imposibilidad de un concordato entre los dos poderes.

Después de interminables dis­cusiones, proyectos y contraproyectos, fue promulgada la «Ley sobre prerrogativas del Sumo Pontífice y de la Santa Sede, y acerca de las relaciones del Estado con la Iglesia» (núm. 234, serie III) de otro modo llamada «Ley de las Garantías», que tenía el propósito de regular las relaciones entre la Iglesia y el Estado conciliando las exi­gencias jurisdiccionalistas y separatistas. La ley se divide en dos títulos. El primero atiende a «las prerrogativas del Sumo Pontífice y de la Santa Sede». Declara la per­sona del Sumo Pontífice «sagrada e invio­lable», equiparada, con la tutela penal y en los honores, a la del Rey. Se decreta la libertad de discusión en materia religiosa. Son conservadas a favor de la Santa Sede la renta anual de 3.225.000 liras y el dis­frute de los palacios y terrenos, con museos, biblioteca, etc., exentos de impuestos y ex­propiaciones. Se prohíbe a todas las autori­dades del Estado poner impedimentos a las actividades de los cardenales, introducirse en los locales pontificios, proceder a inves­tigaciones, secuestros, etc., en las oficinas pontificias, al paso que es garantizada plena libertad a las reuniones del Cónclave y de los Concilios, a las funciones espirituales pontificias, etc.

A este efecto, a los enviados de los gobiernos extranjeros cerca de Su Santidad y a los de Su Santidad cerca de los gobiernos extranjeros, son reconocidas sus prerrogativas e inmunidades de derecho internacional, como también está completa­mente reconocida al Sumo Pontífice la liber­tad de correspondencia con el Episcopado y con todo el mundo católico, con facultad de establecer en el Vaticano una oficina de Correos y Telégrafos. El segundo título se refiere a las «relaciones entre el Estado y la Iglesia». Por él se decreta la libertad de reunión a los miembros del clero católico, el Gobierno renuncia al derecho de legacía apostólica en Sicilia y en todo el reino, a los derechos de nómina o propuesta en las colocaciones de los beneficios mayores, se establece la abolición del «placet» y del «exequátur» regio, es declarado inadmisible la apelación «ab abusu», etc. Esta ley, en lugar de atemperar las exigencias de las corrientes opuestas, resulta ser, en cuanto al texto, una híbrida y ecléctica mezcolanza de separatismo y jurisdiccionalismo, pero en los efectos prácticos cumplió muy bien su función, sobre todo en virtud de la es­tricta y leal observancia de que fue objeto por parte del gobierno italiano.

Acerca del carácter, jurídico de la ley, es opinión co­mún que se trata de ley interior del Estado. Su observancia por parte de este último era, por lo tanto, obligatoria, porque, no tratándose de convenio y acuerdo, no era necesaria la aceptación por parte de la Santa Sede. Esta aceptación no vino nunca. Es más, la Santa Sede rechazó siempre esta ley, no sólo rehusando la asignación anual y no exigiendo la oficina postal, sino tam­bién con un gesto significativo del Pontí­fice, que se recluyó en el Vaticano, consi­derándose prisionero allí. En cambio, la Santa Sede continuó manteniendo las rela­ciones diplomáticas con los Estados extran­jeros, pero no con Italia. Aquella ley cum­plió históricamente su fin, por cuanto de­terminó aquel estado provisional durante el cual los diversos problemas pudieron así ir madurando, aplacarse las pasiones polí­ticas y surgir de este modo las condiciones que prepararon el advenimiento de un sistema nuevo, definitivo, unitario y satis­factorio, de relaciones. Este sistema fue establecido en 1929 por los Accordi lateraniensi (v. Pactos de Letrán).

A. Répaci