Las Gracias, Ugo Foscolo

[Le Grazie]. Poema in­acabado del poeta italiano Ugo Foscolo (1778-1827). Fueron publicados unos fragmentos, antes y después de la muerte del autor; con aquéllos y con muchos otros inéditos, el escritor F. S. Orlandini re­compuso arbitrariamente la obra de Foscolo, que publicó en 1848; Chiarini publicó una edición más genuina en 1884 y otra aún mejor en 1904; sin embargo, aún seguimos esperando una edición que presente al pú­blico esta obra en su forma originaria, a cuya excelencia poética nada quita el he­cho de que el poeta no llegara a componer dentro de una arquitectura definitiva los fragmentos, individualmente acabados y ar­mónicos.

Las varias partes se centran en torno al nombre de las Gracias, las amables divinidades que, tan frecuentemente recor­dadas por los clásicos, no tienen, sin em­bargo, una precisa y acabada tradición mítica: por esto Foscolo quiso crear un mito propio, reelaborando libremente los motivos de la poesía antigua. Las imaginó como unas «divinidades intermedias entre el cielo y la tierra», «invisibles moradoras entre los hom­bres», en cuyas almas difunden los más dulces y delicados afectos, aplacando sus instintos salvajes que siempre pugnan por resurgir, y «mediadoras de perdón junto al trono de los Dioses», cuya justicia sería demasiado terrible para los mortales. Y, junto a sus figuras, se complugo en evocar las imágenes, más caras a su espíritu: imá­genes de púdica belleza femenina, imágenes de una naturaleza ya compuesta dentro de las líneas del arte, imágenes de la poesía de todos los tiempos, renovadas y acaba­das por él: todo un mundo en el que se realizaba su aspiración hacia la armonía y que no desconoce los afectos que tras­tornan nuestra vida, sino que los acoge purificados y moderados, de manera que el dolor se aplaca en un suspiro y la ale­gría en una sonrisa, y sonrisa y suspiro se templan recíprocamente. Aquel mundo lle­gó a ser el refugio ideal de su borrascosa vida: desde 1803, Foscolo intentó fijar en versos algunas de sus fantasías, más tarde pensó en varios poemas, y, por fin, destinó todo aquel material al único poema de Las Gracias, que empezó en Florencia en 1812 y continuó en los dos años siguientes, y tal vez también durante su destierro en In­glaterra. El poema, dedicado a Canova, que estaba trabajando en el grupo de las Gra­cias, tenía que constar al principio de un himno único, que luego se amplió hasta tres, uno a Venus, otro a Vesta y el úl­timo a Palas.

De éstos, Foscolo nos dejó diversos sumarios, pero ninguno de ellos corresponde exactamente a los fragmentos que nos quedan. En el primero, el poeta, después de la prótasis, invita a Canova al altar que él levanta a las Gracias en la colina florentina de Bellosguardo y canta el nacimiento de las Gracias, que Venus, su madre, lleva consigo desde las profun­didades del mar a la tierra para aliviar y aplacar a los mortales y que aparecen en el mar helénico entre el gozo alborozado de las Ninfas marinas («Resplandecía todo aquel mar cuando sostuvo / En la concha sentadas y mimadas / Por la Diosa las Gracias…»); canta la emoción que infun­den con su aparición en los hombres, aún salvajes; el viaje por Grecia, que conoce su primera civilización; la despedida de su madre, que regresa al Olimpo, después de dejarlas en la tierra para consuelo de ésta, difundiendo al partir una admirable armo­nía, inspiradora de las bellas artes. En el segundo, el poeta imagina conducir al altar de las Gracias a tres mujeres bellísimas, de una belleza distinta, dignas de ser las sacer­dotisas de aquellas diosas, y cuyos méritos se traslucen de sus formas, sus actos, sus palabras: son tres mujeres amadas y corte­jadas por el poeta: Eleonora Nencini, Cornelia Martinetti, Maddalena Bignami. En torno a ellas el poeta invita a las jóvenes y las muchachas de Italia, y a cada una de ellas confía una tarea especial. La pri­mera levanta con la música de su arpa un himno a la secreta armonía que rige el mundo; guardiana de las abejas, la segunda trae al altar de las diosas un panal, símbolo de los dones del lenguaje humano que en­noblece las almas — y aquí se tendría que insertar una amplia y poética historia de la poesía, simbolizada por las inmortales abejas de Vesta, que emigran de Grecia a Italia—; la tercera, danzarina, trae de Mi­lán, como regalo a la virreina de Italia, un cisne, y danza, revelando la gracia ar­moniosa de sus formas y de su alma.

Con el tercer himno, el poeta se remonta a los tiempos míticos e imagina que las Gracias, llorando por la muerte de Orfeo y trastor­nadas por la potencia de Amor que ame­naza sus dones, son socorridas por Palas, que en su carro las conduce a una isla remota y feliz, inaccesible a los hombres, reino y refugio suyo cuando los mortales se dejan arrastrar por las furias de la guerra («Hay una isla en el centro del Océano, allí donde / Surge más curvo a las estrellas… Y    aquí son castas las danzas, / Aquí son puros los cantos y sin escarcha / Las flores y verdes los prados, y áureo el día / Siem­pre, y estrelladas y lucientes las noches»). Allí, a las diosas menores que obedecen sus órdenes, las Parcas, Flora, Psique, Era- to, Iris, manda tejer un magnífico velo, donde se representa fantásticamente todo lo que hay de más sagrado y precioso en la vida humana: la juventud, el amor con­yugal, la compasión, la hospitalidad, el amor maternal; protegidas por aquel velo, las Gracias regresarán a la tierra y ya no las amenazará Amor. El himno y el poema se concluyen con la bellísima plegaria a las Gracias, para que alivien a la más in­feliz de las amadas de Foscolo, Bignami, y despierten nuevamente en sus ojos la sonrisa («Acercaos a ella, ¡oh Gracias! / Y al miraros, Diosas, vuelvan sus gran­des / Ojos fatales a su natal sonrisa»). Tal es, a grandes rasgos, el poema, que en la variedad de sus ritmos, en su riqueza de imágenes, en los delicados matices de los afectos, nos parece la digna conclusión de la carrera poética de Foscolo, el canto a «la universal secreta armonía», que él pre­sentía en el mundo a pesar de las desar­monías que turban la mente y el corazón de los hombres.

M. Fubini

La abstracción que hay en el concepto se comunica también a la forma, cerrada en sí misma, engarzada, lúcida y fría como piedra preciosa. (De Sanctis)