[Das letzte Stundlein des Papstes Innocenz des dritten). Relato de Heinrich Federer (1866-1928), publicado en la colección Historias de la umbría (v.) en 1914. Inocencio III, uno de los más grandes papas de la Edad Media, está a punto de morir.
Se había sentido repentinamente indispuesto mientras se hallaba en Perusia, en el arzobispado, el 26 de junio de 1216, y el inevitable fin no se había hecho esperar. Mientras desde su lecho de muerte vislumbra más allá del valle las casas de Asís, se acuerda del hermano que un día se presentó ante su trono con un grupo de compañeros sencillos y alegres como él, pidiéndole permiso para fundar una orden que tuviera por regla la pobreza, y por sustento, como las flores de los campos y los pájaros del aire, la comida que Dios le diese cada día. En la angustia de su última hora le sobreviene un ardiente deseo de volver a ver a ese hombre, a ese santo. Pero no puede hablar, no puede ni siquiera mover un dedo, y nadie puede comprender sus deseos. Finalmente se le ocurre a un clérigo; por la mañana vio a Francisco en la plaza y a lo mejor el Papa quisiera verle. La mirada ansiosa de éste dice que sí; y entonces salen para buscar a Francisco; primero un arcipreste y luego dos cardenales.
Pero siempre Francisco se niega a ir; antes ha de llevar al hospital a un paralítico que no puede comer por su cuenta, luego debe distribuir pan y naranjas a unos pilluelos, a los que de paso va contando episodios de la Biblia; la tercera vez está arreglando la tela de una araña que él mismo, sin darse cuenta, había estropeado. Sólo accede a la cuarta invitación; pero ya desde el umbral pide que se lleven todo el oro y los damascos que brillan alrededor de la cama del moribundo; luego se acerca con palabras de ternura, contento de ver por fin al Papa también pobre y humilde. Se rebelan los prelados presentes, y piden a Francisco que recuerde al gran Pontífice sus luchas victoriosas contra los albigenses, la excomunión lanzada contra el emperador alemán, el interdicto con que estigmatizó a dos reyes adúlteros; pero Francisco sacude la cabeza y sonríe; y solamente le recuerda que, de muy joven, escribió un libro, Del menosprecio del mundo (v.), donde repudiaba toda humana vanidad. Con palabras cada vez más tiernas y familiares, Francisco mece al moribundo como una madre haría con su hijo: «¡Bastante ruido hiciste aquí abajo! Ahora entras en el silencio.
Querido Papa, pobrecito mío, vete en paz con Dios». En las palabras de Francisco el alma del moribundo recobra su serenidad, y muere sonriendo. Breve relato de unas treinta páginas; pero tan fiel a la realidad histórica y a la leyenda franciscana, y tan rebosante de la fascinación de la tierra umbriana, que merece su gran popularidad.
B. Allason