La Institución Cristiana, Juan Calvino

[Institutio christianae religionis. Institution de la religión chrestienne]. Es la obra máxima, «summa» del protestantismo, escrita por el reformador francés Juan Calvino (Jean Cal­vin, 1509-1564), quien la elaboró en edicio­nes sucesivas hasta su muerte. La primera edición latina, publicada en Basilea en 1536, es un compendio en cinco capítulos de la fe de Calvino poco después de su adhesión a la Reforma.

La segunda edición, muy am­pliada, publicada según parece en Estrasbur­go (1539) es la base de la más famosa tra­ducción francesa del 1541. Sucesivas reim­presiones condujeron a la elaboración defi­nitiva del texto latino (Ginebra, 1559), mientras que la última edición francesa (1560), con numerosas adiciones auténticas, no pudo ser cuidada enteramente por Cal- vino. La edición crítica está contenida en el «Corpus Reformatorum» de Brunswick, vol. I-IV, de las obras de Calvino. Traduc­ción italiana de Giulio Cesare Paschali (1557). El primer libro de la edición defini­tiva trata del conocimiento de Dios creador y soberano rector del mundo. El conoci­miento del mundo y el de nosotros mismos son el fundamento de la verdadera sabiduría, y son inseparables porque el mundo no se conoce verdaderamente a sí mismo sino en presencia de la santidad absoluta de Dios; y no conoce a Dios hasta que conoce la profundidad de su propia miseria espiritual. El conocimiento de Dios está naturalmente impreso en el espíritu humano, y esto hace a los hombres inexcusables por su impiedad. Pero puesto que el conocimiento natural de Dios está corrompido por el pe­cado original, es necesario acudir a la guía de la Escritura, cuya autoridad está confir­mada por el testimonio del Espíritu Santo en la conciencia del creyente.

Sigue a esto el tratado de la Trinidad, de la Creación y de la Providencia. Dios es la voluntad soberana que gobierna el mundo para su gloria, so­metiendo a sus designios a las criaturas buenas y malas, y obligando al propio Sa­tanás a cooperar al bien de los fieles. El segundo libro trata del conocimiento de Dios redentor. Por la caída de Adán todo el gé­nero humano ha sido sometido a maldición. El hombre, privado del libre albedrío, está sometido a una miserable esclavitud, y su corrompida naturaleza no produce nada que no merezca condenación. Su sola esperanza de redención es Jesucristo. La «Ley» del Antiguo Testamento ha sido dada para mantener la esperanza de los hombres en la venida del Redentor. Cuando los tiempos estuvieron maduros, apareció, como media­dor entre Dios y los hombres, Jesucristo, verdadero Dios y hombre verdadero, inves­tido de la triple función profética, regia y sacerdotal. Él ha cumplido la redención me­diante su muerte, su resurrección y su as­censión a la diestra del Padre. El hecho de que Cristo haya «merecido» la salvación de los hombres no aminora, por lo demás, la gracia de Dios, de la cual es, por el contra­rio, una demostración.

El libro tercero, el más importante de la obra, comienza di­ciendo que la doctrina expuesta en los libros precedentes no es de ninguna utilidad si no es desarrollada interiormente, avivada por la acción del Espíritu Santo, cuyo prin­cipal efecto es la fe: La fe es, objetivamente, la sana doctrina, subjetivamente el conoci­miento de ella, y de modo particular de la voluntad misericordiosa de Dios que se ha revelado en Jesucristo. En tal sentido la fe es confianza, certidumbre de la remisión gratuita de las culpas prometida por el Evangelio. Si bien puede existir durante algún tiempo también en los réprobos, la fe es dote de los elegidos, en los cuales está inspirada y sellada por el Espíritu Santo. La fe produce la verdadera penitencia y la regeneración de las almas, restaurando la imagen divina con la mortificación de la «carne» y la vivificación del espíritu; y se prosigue por grados hasta el fin de la vida terrena; refutación del concepto escolástico de la penitencia, de las indulgencias, del purgatorio. La vida del hombre cristiano consiste en la renuncia a sí mismo, en la paciencia para sufrir la cruz, y en la medi­tación de la vida futura. Al llegar a este punto, Calvino introduce el tratado de la «justificación por la fe» en el sentido luterano-melanchtoniano, doctrina necesaria para la glorificación de Dios, y para la radical humillación del hombre y para la paz de los fieles.

Con la justificación de la fe se relacio­na la doctrina de la libertad cristiana, que es obediencia interior, igualmente alejada del legalismo a lo judaico y del «libertinismo». Sigue el tratado de la oración y la exposi­ción del «Padrenuestro», y, finalmente, la doctrina de la «elección», por la cual Dios, en su soberano consejo, ha predestinado a unos a la salvación y a otros a la perdición. Esta típica doctrina calvinista, que sólo en las últimas ediciones de la obra llega a su completa explicación, está discutida con ri­gor implacable. Dios no causa agravio a los réprobos, que perecen justamente por sus culpas, y lo reconocen así en su conciencia; y su castigo proclama la justicia de Dios, como la elección sin mérito de los predesti­nados es, en cierto sentido, la demostración de su misericordia. Así, en la gracia y en la condenación, Dios se glorifica a sí mismo. El libro cuarto trata de los «procedimientos exteriores» de que Dios se sirve para invitar a los fieles a Jesucristo y mantenerlos en su comunión; la Iglesia y los sacramentos. La Iglesia es, en cierto sentido, la comunión de los verdaderos elegidos, a quienes sólo Dios conoce, y en tal sentido es «invisible»; en otro sentido es la comunidad histórica de los que hacen profesión de honrar a Dios y a Jesucristo.

La predicación del Evangelio, la celebración de los Sacramentos, el ejercicio del ministerio de la disciplina y de la caridad cristiana son las características de la iglesia «visible» que no cesa de ser verdadera Igle­sia en tal sentido histórico; es la «madre de todos aquellos de quienes Dios es padre», la necesaria matriz espiritual de los elegidos, que sólo en ella pueden «oír» la predicación de la palabra de Dios. Los sacramentos son los signos mediante los cuales Dios «sella» sus promesas de gracia. El Bautismo es «la prenda» de la remisión de los pecados, la Santa Cena es la señal de la redención y de la comunión con Cristo. El último capítulo trata del gobierno civil. La existencia del Estado no es contraria a la libertad cris­tiana; antes al contrario, el Estado es ins­tituido por Dios para que su nombre no sea blasfemado, la Iglesia sea conservada y la justicia mantenida entre los hombres. La forma del Estado es indiferente. Los tres regímenes, monárquico, aristocrático y de­mocrático, vienen de Dios, y son preferibles según las circunstancias. La simpatía de Cal- vino es por un régimen aristocrático en el cual sea posible gozar de una atemperada libertad. Pero hasta la tiranía puede ser una dispensación divina, que se debe soportar con sumisión mientras no plazca a Dios des­pedazar su yugo. Pero puede haber «magis­trados inferiores» — como los Estados Ge­nerales — cuya función consista en oponerse a la licencia de los tiranos. El deber de obe­diencia de los ciudadanos privados tiene un límite sólo en la obediencia a los manda­mientos de Dios, que no deben ser violados por ningún motivo.

G. Miegge