Obra teatral en seis jornadas y dos partes, del dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca (1600- 1681), publicada en 1653.
.«Hija del aire», porque contra las iras de Diana, indignada por el pecado de su madre, la protegieron los pájaros, consagrados a Venus, fue llamada Semíramis por Tiresias, sacerdote de la diosa. Encerrada por Tiresias, que quiere así sustraerla al destino que le fue profetizado, quiere salir de su prisión para encararse con la vida, porque es cobarde el que para vivir muere cada día en el temor. Sigue a Menón, general de Niño. Menón la ama sinceramente, pero Semíramis no conoce más que su deseo de poder, el gran pensamiento con el cual se encuentra sola; cuando Niño, salvado por la joven salvaje, se enamora de ella y prohíbe a Menón que la haga su esposa, ella, a pesar de su gratitud, abandona a su libertador, pero no concede su amor a Niño si no es con la condición de ser su esposa y, por lo tanto, reina. Menón es condenado a la ceguera y desde la miseria de su mendicidad maldice a la ambiciosa sentada en el trono. En la segunda parte, Semíramis se ha quedado sola en el trono. Lidoro, rey de Lidia, quiere destronarla; ésta interrumpe su tocado, va, vence y vuelve a terminarlo. Impone a los músicos: «seguid cantando lo que estabais cantando: recuerdo que me divertía». Lidoro es atado como un perro a la puerta del palacio.
Lo liberta Nimias, hijo de Semíramis y legítimo heredero de Niño, llamado al trono por el favor popular. Semíramis, indignada, no quiere compartir el poder con su hijo y hace cerrar las puertas y ventanas de sus estancias de viuda. Pero su corazón, al cual le pareció pequeño el mundo, no puede vivir en aquella tumba. Aprovechando su parecido con el hijo, le substituye; va contra el hijo de Lidoro, que ha venido a libertar a su padre. Cree que podrá repetir la victoria que había obtenido sobre Lidoro; pero es vencida y muere. La obra no es de las más celebradas de Calderón, a pesar de que fue especialmente admirada por Goethe, que le dedicó un estudio. Casi todos los personajes llevan en ella una vida heroica que no admite criterios valorativos realistas. No hay en ellos desarrollo, y, sin embargo, no falta un sentido trágico en el inflexible conocimiento con que afrontan el destino. Semíramis, que jamás había visto nada, y que a pesar de esto, ante las magnificencias de Nínive permanece decepcionada «porque más amplio objeto es el de su imaginación»; que se acuerda de las desventuras de Menón sólo como si fueran un trofeo, porque murió desesperado de celos y de amor por ella, vive poderosamente casi en todas las escenas, encarnación del egocentrismo alimentado por la antigua soledad.
F. Meregalli