[The Philosophy of Loyality]. Conferencias del filósofo americano Josiah Eoyce (1855-1916), recogidas y publicadas en 1908. En la crítica de las costumbres y de las creencias tradicionales, característica de la literatura contemporánea, que a veces alcanza negaciones extremas, hay un aspecto positivo: la exigencia de examinar de nuevo los principios morales y religiosos, de revelar una moralidad más concretamente válida. Pero el juicio de «valor» implica siempre la relación del individuo con una realidad que lo supera, es decir, implica la actuación, en el individuo, de una idea universal. Lo que da valor a nuestra vida es «el tener una causa» a la que consagrarse voluntariamente, y a la que ser siempre «leales»; entendiéndose la lealtad, no sólo en la intención, sino en la acción perseverante. La lealtad, al tener por fin una causa que supera la individualidad particular, constituye por tanto el fundamento de la acción moral. La causa a que somos leales, reúne en sí los caracteres de autoridad y objetividad propios de la ley moral; nosotros, por tanto, la reconocemos como valor esencial, independiente de nuestros intereses egoístas. «Nosotros somos leales, no con vistas al bien que obtenemos de la lealtad, sino con vistas al bien que la causa obtiene de esta lealtad».
Es un «deber» el ser leales a la causa: pero como ésta ha sido libremente elegida, en el deber se afirma la autonomía de la persona; en el servir a la causa, se eleva y se potencia la voluntad. Por tanto es esencial para la lealtad el actuar en un plano social, y la lealtad es, además, la exaltación del yo. La acción moral presenta, pues, un doble aspecto: es a la vez objetiva y subjetiva, universal e individual; en la lealtad, la obligatoriedad de la ley está prácticamente reconocida con íntima adhesión, fervor y entusiasmo. La elección de la causa, que es a un tiempo acto teórico y práctico, indica el grado de conciencia a que somos capaces de elevarnos. El ser leales a una causa cualquiera supone de por sí situarse en un plano de la vida moral, es hacer propia una voluntad superindividual; pero el valor de tal lealtad puede ser también un valor negativo; «a menudo los hombres trataron ciegamente de matar la lealtad en sus hermanos»: hay hombres leales, incapaces de ver el «bien» de la lealtad en sí misma, cuando la lealtad sirve a una causa opuesta a la que ellos sirven. La lealtad a las causas particulares origina, por tanto, inconvenientes que parecen obscurecer el valor de la lealtad en sí misma: si el ser fieles es el bien, es preciso reconocer a la lealtad el carácter propio de la ley moral: la validez universal. Y como el ser leales a una causa es el bien, y no existe causa más digna y elevada que la del bien, debemos ser leales al bien, debemos desear «la lealtad a la lealtad».
Llegados al más alto grado de la vida moral, desaparece la multiplicidad de fines, la particularidad de las causas; se tiende a borrar la divergencia entre las causas promoviendo en los hombres el respeto a la lealtad de los demás. Pero como la vida es oposición y lucha, la causa de la lealtad a la lealtad es una causa perdida; precisamente por ello, el hombre fiel a esa causa se eleva por encima de lo contingente y lo particular, alcanzando la universalidad absoluta. Éstos son los caracteres de la vida religiosa, y la religión es la suprema lealtad a lo universal supremo; la moral, por tanto, se une a la religión en el momento más alto de su desenvolvimiento, demostrando fundamentarse en ella. En la Filosofía de la lealtad, nos da Roy ce, además de una solución original al problema moral, en la que se reúnen y justifican las exigencias del individualismo, del rigorismo kantiano, del voluntarismo de Fichte y del pragmatismo de James, una prueba brillante de la fecundidad y vitalidad a que ha llegado el idealismo en nuestros días.
E. Codignola