Job

Libro del Antiguo Testamento (v. Biblia), en el que se plantea el problema del dolor infligido al hombre justo. Está compuesto por un prólogo en prosa, indis­pensable para la inteligencia del poema propiamente dicho, que consta de varios diálogos y monólogos en los cuales Job (v.) ocupa un lugar de primer plano, y termina con un epílogo, también en prosa, que da cumplimiento satisfactorio a toda la obra. «Vivía en la tierra de Hus un hombre justo, de nombre Job… era este hombre perfecto, recto, y temeroso de Dios, y ajeno al mal…» (I y sig.).

El Altísimo le había hecho posesor de inmensas riquezas, y padre de numerosa prole; gozaba de muy floreciente salud; los honores le rodeaban por todas partes; era, pues, el hombre más feliz de la tierra, y servía al Señor en gozo y sere­nidad. El adversario del género humano, la antigua serpiente del Edén, tuvo envidia de Job y probó de desacreditarlo ante el Altí­simo: «He visto — dijo — en la tierra a Job, tu siervo fiel; él observa tus preceptos pun­tualmente, pero ¿lo hace por amor a Ti o más bien por el provecho que le reporta este servicio? Prueba a herirlo en sus rique­zas, en sus hijos, y verás si te maldecirá o no». Dios consiente en el experimento, y desde aquel instante desgracias y más desgracias se abaten sobre Job: sus hijos mueren, sus riquezas le son arrebatadas, cada día trae nuevas desdichas, y Job ex­clama: «Desnudo entré en el mundo y des­nudo volveré al seno de la tierra; el Señor me lo dio todo y ahora todo me lo quita, bendito sea su nombre» (I, 21-22). El ad­versario, no vencido todavía, propone un recrudecimiento de la prueba; la pobreza no basta, es necesario un estrago en sus carnes; y éste se añade a las precedentes calamidades.

Job, con el cuerpo hecho una pura llaga, se convierte en objeto de repug­nancia hasta para su consorte, quien, as­queada de él, neciamente le incita a malde­cir al Señor y a morirse. Tres amigos de Job que han venido para traerle consuelo están a su lado siete días y siete noches sin dirigirle palabra alguna; cuando, por fin, el pobre paciente, atormentado por la ince­sante mordedura del dolor, ya no reprime sus gemidos, los amigos le dirigen la pa­labra para demostrarle que la causa única de aquellos tormentos hay que buscarla en sus pecados. Es-as palabras repetidas y agobiadoras añaden amargura a su amar­gura. Job responde y defiende su inocencia con impulso y vehemencia, para volver a caer agotado en los brazos del más sombrío dolor, cuya razón no comprende. No mal­dice a Dios; pero le teme, le tiene por om­nipotente e inexorable. Los amigos vuelven al ataque y él vuelve a la defensa; nuevos arrebatos, nuevas invectivas, pero siempre el mismo sombrío e impenetrable misterio. Uno de los presentes, de nombre Eliú, más humano que los otros interlocutores, aclara de este modo el problema: Dios alecciona a los hombres por medio de dolores y penas; por eso no se debe murmurar como lo hace Job, aunque sea inocente de estos males providenciales; al contrario, se deben ofre­cer súplicas a Dios, reconocer su poder, su misericordia, su justicia, y confesar la pro­pia ignorancia. ¡Algo grande está a punto de suceder! Dios, tantas veces invocado como testigo, interviene para resolver la disputa y dar a cada cual lo suyo. Se manifiesta en todo su poder como dominador supremo de todo lo creado.

La infinidad del firmamento, el curso de los astros, a igual que la minús­cula florecilla, húmeda de rocío, todo obe­dece a su orden; desde el insecto más im­perceptible al terrible Leviathán, no hay ser vivo que pueda oponerse a su voluntad. El hombre aparece verdaderamente como nada ante Él. ¿Cómo, pues, se atrevería el hombre a pedir al Altísimo razón de su obrar? Ja’hvé reprende por este juicio a los tres amigos e inclina su favor a la inocencia de Job. Éste, a su vez, ha comprendido su presunción, reconoce su nulidad y se somete del todo a los divinos designios. La solución del problema resulta sublime y clara. Dios, al afligir a los hombres, no comete injusti­cia alguna, antes bien, obra por un motivo infinitamente misericordioso, por cuanto el hombre justo, afligido por el dolor, se eleva a mayor perfección. La prueba ha termi­nado; Job recupera la salud, sus antiguas riquezas afluyen duplicadas; con la prospe­ridad reaparece la alegría de volver a verse amado de los antiguos amigos, rodeado de nuevos y numerosos hijos. La lengua del Libro de Job es el hebreo más límpido, más preciso y más clásico que se halla en la literatura del Antiguo Testamento. «En Job hallamos una de las obras maestras de la poesía hebrea, el supremo esfuerzo poético de un pueblo» (Reuss). La poten­cia de los discursos y de los monólogos de Job es de naturaleza tan poderosa que do­mina y se eleva por encima de toda estruc­tura lingüística para conmover y hacer vibrar el sentido artístico de los estudiosos de todos los tiempos y todas las índoles. Los conceptos filosóficos más profundos, las de­ducciones lógicas más rigurosas, se des­pojan de su natural y casi inevitable aridez para formar un florilegio variado de figuras, comparaciones y escenas de la más alta poesía.

El tema de los tres amigos es siem­pre el mismo, pero la inspiración poética lo sostiene permitiéndole desarrollarse en un crescendo hasta la sublime e inesperada aparición de Jahvé. Sus discursos sobrepasan a todos los demás en magnificencia de estilo y de colorido. Este libro sagrado propone a la humanidad que padece, una explicación del misterio del dolor, pero la acción llevada hasta el final parece apartar un poco al autor de un fin puramente di­dáctico. La índole de esta obra maestra y su desarrollo encierran, con todo, una fuer­za dramática innegable. Los personajes en­tran en escena uno tras otro, hablan, se enardecen y discuten; falta la trama exte­rior de un poema dramático propiamente dicho, pero la acción se desarrolla podero­samente en el alma del protagonista; amar­gura, desengaño, desaliento, convicción ve­hemente de la propia inocencia ofendida son las verdaderas escenas dramáticas que los personajes proyectan en el interior del pobre Job. Se ha de reconocer la histori­cidad por lo menos de lo sustancial del relato, y con arreglo a la doctrina católica hay que admitir la existencia real de Job. El texto sagrado nos proporciona algunos datos acerca de su patria familiar y su posición social. Los demás libros sagrados hablan de Job como de persona que existió realmente (véase Ezequiel XIV). Este libro ha sido atribuido al propio Job, a Baldad y a Eliú, pero la pureza y clasicismo de su estilo sitúan la obra en el periodo áureo que va desde Salomón (1000 a. de C.) hasta cerca del 700 a. de C.

G. Boson

Es uno de los libros más hermosos que han sido escritos desde que se escriben li­bros. (Flaubert)