Instituciones Divinas, Lucio Cecilio Firmiano

[Institutiones divinae]. Exposición doctrinal y al mismo tiempo apología de la religión cristiana por Lucio Cecilio Firmiano, conocido por Lactantius, nacido hacia el 250. Ya en el libro Obra de Dios (v.) había anunciado una refutación sistemática de los errores corrien­tes acerca de la divinidad, y sus vivaces referencias al furor de los verdugos y a la paciencia de los mártires aseguran que fue testigo ocular de la violenta persecución padecida por los cristianos de Bitinia; con­temporáneamente un desconocido filósofo pagano había dirigido ataques, como Por­firio y su precursor Celso, contra las difi­cultades de toda clase suscitadas por las Sagradas Escrituras de los cristianos. Lactancio, el primer apologista cristiano entre los latinos, que, neófito, debía de conocerlas poco, evita el combatir en este terreno, y emprende un ataque a fondo contra ambas concepciones: politeísta popular y filosófica que se contraponen al cristianismo (libros I-III); a continuación presenta la tesis cons­tructiva de que éste es, al mismo tiempo, verdadera religión y sabiduría; que sólo él puede enseñar aquella «vita beata» que los filósofos con todas sus especulaciones no pueden alcanzar, ignorantes hasta del valor de la vida — como lo atestiguan las últimas palabras de la apología de Sócrates: «si es mejor dejar la vida o continuarla, los dio­ses inmortales lo saben, pero ninguno, según creo, de los hombres lo conoce» —, mientras que el cristiano sabe que el mundo «fue hecho para que nosotros naciéramos en él; y nosotros en él nacemos para conocer al Creador del mundo y de nosotros mismos, Dios; y lo conocemos para venerarlo; y lo veneramos para conseguir la inmortalidad como premio de nuestras obras, y recibimos la inmortalidad para poder, al convertimos en semejantes de los ángeles, servir eterna­mente al Sumo Padre y Señor, y formar el eterno reino de Dios.

Éste es el compendio de todo, el arcano de Dios, el misterio del mundo, que ignoran los que, entregados a los placeres de la vida presente, hundieron en el fango a las almas nacidas para el cie­lo». Sin esta concepción de la vida, todo queda suspendido, todo pierde valor, ya nada se explica, ni los fenómenos físicos, ni los actos humanos, ni por qué nacen los hombres, ni por qué procrean, ni por qué prestan culto a los dioses. Esta crítica del politeísmo y de la filosofía nada tiene de original, excepto la investigación que hace Lactancio acerca del politeísmo popular situándose resueltamente junto a los parti­darios de Evemero, quien vio en los dioses del paganismo clásico hombres divinizados después de su muerte, por los servicios pres­tados a la humanidad. Por otra parte, no puede dejar de reconocer los asombrosos prodigios realizados en los santuarios paga­nos ni la veracidad de algunos oráculos emi­tidos por las imágenes de los dioses o por sus sacerdotes, y que han servido para acre­ditar su culto; y cita buen número de ellos (libro II, cap. 7). ¿Cómo explicarlos? Hip­notizado por la idea estoica de que la virtud, el bien, supone necesariamente la tentación, la lucha, el mal, él llega a admi­tir la necesidad del principio del mal: es más, esta obra contiene pasajes de carácter netamente dualista, de inspiración maniquea. De aquí la lucha empeñada entre el Verbo y el Diablo: como resultado, el estancamiento de la humanidad. El origen de los prodigios y oráculos paganos queda por lo tanto descu­bierto: es el diablo que — según Dante — «giunse quel mal volere, che pur mal chie­de/con lo intelletto…, / per la virtù che sua natura diede».

En su parte constructiva, es de notar el lugar considerable que Lactancio asigna, en la demostración cristiana, a las profecías apócrifas, atribuidas al le­gendario Hermes Trismegistus y a los libros sibilinos, junto a los oráculos del Antiguo Testamento, imaginando ingenuamente que el público pagano a quien se dirige estará más dispuesto a reconocer el valor de estos testimonios. En los libros V y VI es notable la deducción de la naturaleza de la verda­dera justicia del reconocimiento de la igual­dad fundamental de todos los hombres delante de Dios. En el libro VII «de la vida beata», acumula descripciones y presagios apocalípticos y sibilinos para pintar el cua­dro del fin del Imperio romano y del mun­do, del reino milenario sobre una tierra transfigurada en un paraíso de delicias, y, finalmente, la instauración definitiva del reino de Dios. Obra de un retor neófito más que filósofo y pensador cristiano, que se preocupa de escribir de manera variada, ha valido a su autor el título de «Cicerón cris­tiano» (Pico della Mirandola).

G. Pioli