A estas tragedias sigue la Ifigenia en Tauride [Iphigenie auf Tauris] de Wolfgang Goethe (1749-1832). Cuando Goethe, que había llevado consigo esta obra ya terminada, en prosa, en su viaje a Italia (donde la transcribió en verso), la leyó a sus amigos alemanes de Roma (1784), éstos quedaron desilusionados. Esperaban un segundo Goetz de Berlichingen (v.), o sea un drama con toda la violencia, el ardor y la multiplicidad de acción shakespearianas, y se vieron, en cambio, transportados a la Hélade más clásicamente pura. ¿Puede pasarse de este modo de Shakespeare a Sófocles? ¿Es posible enlazarlos? Cuestión capital para el teatro alemán después de Lessing, que había admirado a uno y a otro, invitando así a una doble imitación. Y, sin embargo, las diferencias son enormes: hay un abismo entre el teatro isabelino y el griego. Los amigos de Goethe, que vieron sólo este segundo aspecto de la cuestión, se equivocaron. Shakespeare y sus pasiones destructoras viven todavía en el drama; sólo que, para decirlo en términos freudianos, esta parte es «reprimida» y constituye el estrato inferior y subterráneo de la obra.
Orestes, que raya en la locura y sucumbe a ella en escena; Troos, rey de los bárbaros, que exige su víctima; Ifigenia, a punto de sacrificar a su hermano, son salvajes instintivos: una extrema violencia late en ellos y conocen la vida terrible, culpable y titánica. ¿No es precisamente éste el misterio de Grecia? ¿Haber conocido las cosas más terribles y más bárbaras, haberlas transfigurado en sus mitos y explicado en sus tragedias? Luego, en cada una de éstas, el ser humano se manifiesta a través de un paisaje maravilloso para penetrar o crear lo sobrenatural artificial, el Olimpo. Es una ascensión en línea recta, la opacidad del mundo es superada; las tragedias griegas son una alta mirada retrospectiva a lo que se conquistó y que ahora se posee ya con seguridad y para siempre. Muy otra es la situación de Goethe; para él la dulzura olímpica sólo se logra por momentos, y a duras penas. Y, para alcanzarla, no bastan las fuerzas humanas: es necesaria la intercesión de una mujer superior, de una semidiosa. He aquí la misión de Ifigenia: salvar a los otros, ser «el alma salvadora». Estando por su parte en continuo peligro de sucumbir, se ve obligada a temer y crear con sus esfuerzos interiores la Grecia ahora ya lejana: «Buscar Grecia con su alma»; ésta es su divisa, que recuerda el gesto tierno y suplicante de Mignon (v.) hacia Italia. Así la obra de Goethe no está, en realidad, creada para los países olímpicos, sino para el mundo alemán, que desde sus propias brumas ha mirado siempre a Grecia como a un espejismo. [Trad. española de Rafael Cansinos Assens en Obras completas, tomo III (Madrid, 1951)].
F. Lion