Ifigenia en Tauride, Eurípides

La primera tragedia que ha llegado hasta nosotros sobre el mito de Ifigenia es la Ifigenia en Tauride de Eurípides (480-406 a. de C.). Ignoramos el año de su representación. Algunos críticos le atribuyen el 414, y otros dudan entre los años 411 y 409. En todo caso, hay que excluir fechas distintas a éstas. Los elementos de la. discusión cronológica pro­ceden de la gran semejanza de intriga de este drama con la Elena (v.), del 412, y de algunas analogías y diferencias con las Troyanas (v.). del 415, y la Electra (v.) del 413. En el prólogo, la propia Ifigenia relata los antecedentes del drama.

Cuando la flota griega estaba detenida en Aulide por falta de viento favorable, Ifigenia fue lla­mada por su padre, Agamenón, so pretexto de celebrar sus bodas con Aquiles (v.); pero, en realidad, para ser sacrificada a la diosa Arteráisa, que sólo a cambio de esto había de conceder libre curso a las naves. Pero cuando la joven está ya en el altar, la diosa, compadecida, la sustrae al golpe fatal ha­ciendo aparecer en su lugar a una cierva y transportándola a ella a Tauride, en Cri­mea. Aquí la muchacha, en manos del rey bárbaro Toas, se convierte en sacerdotisa de Artemisa y preside los horribles ritos de los sacrificios humanos: todo griego que llegue a aquella tierra debe ser inmolado por Ifigenia. Ahora, ante el ara ensangrentada, Ifigenia refiere la nueva pena que la aflige. Ha tenido un sueño en el que le ha parecido tocar, llorando, con su cuchillo de los sa­crificios, la cabeza de un joven que debe ser su hermano Orestes (v.), que dejó to­davía niño. El sueño es verdaderamente profético, pero no en el sentido en que Ifigenia imagina al deducir de él que Orestes ha muerto. Ifigenia piensa en hacer libaciones por él y se aleja hacia el templo; y he aquí que Orestes, con Pílades (v.), entra en es­cena. Perseguido todavía por un grupo de Erinias a consecuencia de la muerte dada a su madre, Orestes ha recibido orden de Apolo de que, si quiere librarse finalmente de sus torturadoras, robe la antigua imagen de Artemisa que hay en Tauride y la trans­porte al Ática.

Al llegar ante el templo, a la vista del altar ensangrentado, trata de huir, pero Pílades le alienta y ambos se alejan. Entra, con Ifigenia, el coro compuesto de esclavas griegas. Lamentan juntas las des­dichas de los Atridas, a las que ahora se suma, si es verdad el presagio del sueño, la muerte de Orestes. Ifigenia sabe ahora, por un pastor, que han llegado dos extran­jeros, griegos, y que el rey ha mandado prenderlos para que ella los sacrifique. El pastor sólo sabe el nombre de uno, Pílades, por haberlo oído pronunciar al otro. Este último ha sufrido un terrible acceso de locura, del cual el pastor ha sido testigo. La causa son, aunque nadie lo sepa, las Eriniás de la madre, que todavía le persiguen. Al oír el relato, invaden a Ifigenia una multi­tud de encontrados sentimientos: sentimien­to de venganza contra los griegos, que le hace desear cruelmente el sacrificio de los dos jóvenes, y repugnancia cada vez más clara por el sangriento oficio que el rito impío y supersticioso le impone. Pero cuan­do, después del canto del coro, ambos jóve­nes son llevados ante ella, prevalece una misteriosa piedad. Ifigenia se sienta cerca de las víctimas y les pregunta quiénes son sus padres y si alguno de ellos tiene alguna hermana. El secreto recuerdo de Orestes, a quien cree muerto, guía su ánimo y no la deja ser cruel. A sus preguntas Orestes no contesta nada acerca de su familia y le calla incluso su propio nombre; le dice sólo que no es hermano de Pílades y que uno y otro son de Argos. Y luego, aunque asom­brado por el ansia que la joven manifiesta por conocer cosas de Grecia, contesta a todas las preguntas que le hace sobre Argos y la casa de Agamenón. Ifigenia se entera así de las terribles vicisitudes que ha sufrido su casa, y se alegra de que Orestes aún viva.

Era vano el sueño, piensa, y la suerte que le ha enviado a los dos extranjeros ha sido benigna. Se servirá de ellos para enviar no­ticias a los suyos. Y así propone salvar la vida a Orestes si éste promete llevar a Argos una carta suya. Pero Orestes rehúsa la vida para sí. Que se salve Pílades, y sea él quien lleve la carta. Ifigenia, alabando su corazón generoso, le promete que le rendirá honores fúnebres en lugar de su hermana lejana. Solos los dos amigos, Pílades se niega a abandonar a Orestes al sacrificio, pero Orestes insiste, demostrándole que es mejor que muera él, que es tan desgraciado; y Pílades se resigna, pero incita todavía a su compa­ñero a no perder la confianza en las pro­mesas de Apolo y a esperar la salvación. Ifigenia vuelve con la carta; para que, en caso de naufragio, Pílades pueda dar cuenta de ella, les declara su contenido. Con este artificio ingenioso y sencillo, que Aristóteles alababa, el poeta facilita el reconocimiento de los dos hermanos. Se abrazan llorando, y Orestes refiere su dolorosa historia. Entonces Ifigenia piensa en seguida en salvar a su hermano. Quisiera dejarle huir y quedarse, aun sabiendo que será víctima del tirano, pero Orestes rehúsa: la vida le sería una carga si no pudiera llevar consigo a su her­mana y, al mismo tiempo, robar la imagen de la diosa, como Apolo quiere. Después de algunas vacilaciones, Ifigenia propone un medio audaz y seguro de lograrlo todo. Dirá a Toas que los dos extranjeros, culpables de matricidio, deben ser purificados en el mar antes del sacrificio, y que la imagen de la diosa, contaminada también por su contacto, debe ser llevada a la purificación. De este modo podrán huir todos en la nave de Orestes, que está ya dispuesta aguardándoles. El coro, que ha prometido a Ifigenia no traicionarla, expresa en un canto la nostalgia de la tierra griega que ahora Ifigenia volverá a ver.

El engaño se lleva a cabo de un modo muy hábil por parte de Ifigenia. Sabe fingir tan bien el odio y el horror por los extranjeros, que Toas no sólo no tiene la menor sospecha, sino que, admirado de la piedad y la prudencia de la joven, consiente en darle una escolta para conducir los dos prisioneros al mar. Pero nadie, ordena Ifigenia, ni de la escolta ni del pueblo, debe presenciar el cumplimiento del rito. Toas lo acepta todo. Poco después llega un hombre de la escolta y narra la fuga de Orestes con Ifigenia y la imagen de la diosa. Viendo que Ifigenia, que se ha alejado con los dos ex­tranjeros, tarda en volver, los siervos de Toas, temerosos de que le haya ocurrido a la joven alguna desgracia, han decidido mirar hacia donde Ifigenia se había dirigido, y han visto al grupo que se hacía a la mar. Ha estallado una breve e inútil lucha y los griegos han huido. Pero el mar impetuoso les dificulta la partida. Están todavía luchando con las olas, y, si el rey Toas quiere, podrá alcanzarlos. Toas, enfurecido, ordena la persecución; pero aparece una divinidad, Atenea, que manda a Toas que les deje marchar. Es voluntad divina que Orestes vaya con Ifigenia a Atenas y funde allí un templo a Artemisa (el templo de Alai, en la frontera septentrional del Ática), en el cual pondrá la imagen de la diosa. Toas, además, debe enviar a Grecia a las griegas esclavas. Toas obedece y el coro pronuncia palabras de buen augurio sobre el viaje de liberación de Orestes.

El elemento novelesco que emparenta de cerca esta tragedia con Elena (v.) no es en ella tan esencial, artís­ticamente, como en la otra, la cual puede decirse que sólo consiste en eso, en su poesía amable, pero no profunda. Aquí, en cambio, todo el tono, incluso el de las partes nove­lescas, es más serio y se armoniza mejor con la intensidad e individualidad de vida alcanzada por el autor en el carácter de Ifigenia, la verdadera y sustancial creación de esta tragedia. Esta figura de muchacha que un misterioso destino ha condenado a un oficio cruel y que, a pesar de haberse en­durecido en él, ha mantenido el deseo y la nostalgia de los afectos más humanos, es, en su complejidad, una de las creaciones más netamente euripidianas.

A. Setti