Historias, Polibio

Obra monumental de Polibio, escritor griego ori­ginario de Megalopolis (201-120 a. de C.), que con justicia está considerado el padre de la historia, en su concepción moderna y científica. La obra, en 40 libros (de los que se conservan solamente los cinco primeros, junto con resúmenes y fragmentos de los restantes, aparte de testimonios indirectos), abarca los acontecimientos históricos desarrollados en el período que media entre el año 264-263 hasta el 146 (caída de Corinto) a. de C., es decir, aquel azaroso e importantísimo período que vio afirmarse a Roma como «caput mundi».

En realidad, el tema central de la obra es el período 220-168, cincuenta y cuatro años en el transcurso de los cuales Roma sometió a todo el mundo conocido. Hijo del jefe de la liga aquea (Licorta), defensor a ultranza de Grecia, entonces moribunda, político de primer pla­no, desterrado y enviado a Roma (lo que da lugar a su amistad con Escipión el Menor, que tanta importancia tuvo en la cultura romana), Polibio debe a su educación helé­nica y a su situación política la posibilidad de haber asumido una posición crítica tan nítida e imparcial que le permitió legar a la posteridad la más perfecta de las síntesis históricas, elevándose sobre la vacuidad de los historiadores de su época, a los cuales se opuso decididamente. La oposición consiste en haber escrito una historia que él mismo denomina «pragmática», es decir, dirigida al conocimiento preciso y técnico de cuanto es verdadero asunto del historiador: guerra y política; interpretación militar y diplomá­tica por parte de quien fue hombre de ar­mas y sagacísimo diplomático. La experien­cia práctica es la verdadera base, y a ella solamente debe recurrir quien estudie el período en que vive. Y, en efecto, constan­temente sentimos la presencia de un crítico competente por experiencia personal, a la vez que culto, agudo, siempre consciente, geógrafo preciso (recorrió el itinerario de Aníbal a través de los Alpes, la Libia y las Galias), atento a la selección de las fuentes, imparcial y ponderado.

A una exigencia de investigación tan precisa había da responder necesariamente una adecuada interpretación de los fenómenos históricos. La utilidad de la historia estriba sólo en el descubrimiento de las causas que determinan los aconteci­mientos y sus concatenaciones; éstas tienen un valor absoluto, fuera de toda contingen­cia, y pueden aplicarse tanto al pasado como al futuro: la causa («aitía») es el objeto de la investigación; la «justificación» («profasis») y el «principio» («arjé») no son sino coincidencias fortuitas. Es por ello que los dioses quedan desterrados de los aconteci­mientos humanos; la religión tiene una fun­ción estrictamente social, que consiste en mantener sumisa a las leyes morales de los antepasados la masa del pueblo inculto («deisidaimonía». Si algo existe es la for­tuna («tijé»), que parece regir la casuali­dad de las rectas tangenciales, y si bien se muestra impreciso en este punto, parece que ve en ella un confluir de la historia hacia el poder de Roma, entendida ésta como el bien absoluto de los peripatéticos. A los hombres les queda su esfera de actividad, subordinada a los acontecimientos: Amílcar es la primera causa de la guerra púnica, Aníbal y los dos Escipiones imprimieron al mundo determinados giros; pero el histo­riador, que fue hombre político, deja bien establecido que detrás de los hombres se hallan los pueblos, con sus costumbres, sus leyes sacrosantas y su forma de gobierno; del individuo pasa Polibio .al análisis del Estado (Libro VI) como organismo, y estu­dia sus leyes y las fuerzas que lo componen, el origen de las instituciones y su función politicosocial, como factor histórico de primera importancia: «La causa determinante del éxito o el fracaso de un Estado es su forma de gobierno.

Ésta es la fuente de todas las ideas y de todos los actos que dan origen a sus empresas, y ésta es la que de­termina su fin» (VI, 1, 3). Dicho Estado es un organismo y, como tal, se halla sujeto a una evolución que terminará, tras una ple­na madurez, en una decadencia fatal: es la ley inflexible de la «anakyklosis» o «ciclo», bajo la cual describe la terrible tragedia de Grecia y Cartago, que, ya en el declive, fueron necesariamente empujadas por la curva ascensional del Estado romano; y a esta ley histórica no escapará ni la República ro­mana, tan pronto como la evolución haya hecho girar el ciclo de las instituciones y del gobierno. En cambio, a los pueblos les quedará eternamente la grandeza moral del pasado, superior, en todos los aspectos, a la potencia efímera del presente. Polibio fue el único griego que supo comprender la grandeza de la república romana, y a él le correspondió, como desterrado diplomático en tierra enemiga, huésped del enemigo, in­dicar la maravillosa potencia de la máquina política de su tiempo a los romanos mismos y, sobre todo, a aquel Escipión Emiliano que fue su amigo y discípulo. Como Tucídides, no tuvo imitadores. A él se debe el haber legado a la posteridad, revivido y comenta­do, el recuerdo de la gran lucha mantenida entre Roma y Cartago, y de haber estable­cido que el arte política, entendida a la manera griega, es la base de la historia de los hombres y de su cultura, sea en el ins­tante en que es vivida, sea frente al juicio de la posteridad. [Trad. de Ambrosio Rui Bamba, bajo el título Historia Universal du­rante la República Romana, publicada en Madrid, en 1902]. I. Cazzaniga

Polibio es el historiador de la verdadera grandeza de Roma, Livio es el de la fingida. (Wilamowitz-Móllendorf)

Polibio es el Aristóteles de la antigua his­toriografía; un Aristóteles histórico y teóri­co a la vez, que completa al de Estagira, quien en el enciclopédico giro de su obra había tomado poco interés por la historia propiamente dicha… En Polibio, la atención crítica, el anhelo hacia una amplia y severa historia alcanza un tan alto grado, que po­dría considerarse al historiador de Megalópolis como uno de aquellos grandes paganos que la imaginación medieval admitió en el Paraíso o, por lo menos, en el Purgatorio; digno de haber conocido por medios extra­ordinarios y en premio a su intensa con­ciencia moral al verdadero Dios. (B. Croce)