[Historiae]. Es la primera de las grandes obras de Cornelio Tácito (55-primer cuarto del siglo II d. de C.), escrita cuando el reinado de Nerva había logrado, como señala Tácito, armonizar las dos cosas hasta entonces inconciliables, la libertad y la monarquía. Hasta entonces Tácito no había objetivado su vocación de historiador: incapaz de disimular sus sentimientos, había renunciado a escribir mientras persistiese la tiranía de Domiciano, enemiga del espíritu de libertad. Esto lo cuenta él mismo en el prefacio a las Historias, indicando también los límites de su obra, que comprendía el reinado de los Flavios.
La obra constaba de 14 libros (12 según algunos, que atribuyen 18 a los Anales, v.), pero solamente se han conservado los cuatro primeros y parte del quinto. Como Tácito adopta la distribución de la materia propia de los analistas, la narración comienza el primero de enero del año 69, es decir, a mediados del reinado de Galba. Ya en estos momentos amenaza la catástrofe, no conjurada por la designación de Pisón Liciniano como sucesor, presagio de la feliz adopción de Trajano por parte de Nerva. El asesinato de Galba ocurre durante el reinado de Otón, contra el que se subleva Vitelio, que es proclamado emperador por las legiones germánicas. También esta proclamación, la preparación de la marcha a Italia, el paso de los Alpes, son acontecimientos que se desarrollan bajo el imperio de la violencia y de la discordia, no menos que los hechos de la capital, donde Otón, juguete de sus vicios y de su pavor, entre odios y sospechas, acuciado por ambiciosos, intrigantes y malos consejeros, prepara la resistencia (Libro I).
El choque (mientras, por otra parte, en Oriente, la suerte de Roma prepara nuevas empresas, felices o desgraciadas, coronando de gloria a Vespasiano y Tito, empeñados en la guerra contra los judíos) ocurre en Italia, junto a Cremona. La lucha fratricida entre los ejércitos de Otón y de Vitelio da la victoria a este último; Otón, digno de Roma sólo por la muerte, se suicida. Entra Vitelio en la capital como triunfador, y para aplacar las ansias de sus ministros y soldados causa estragos en la hacienda pública. Pero llega entonces la noticia de que en Oriente las legiones han elevado al trono a Vespasiano, y que el ejército del Danubio, tomando partido por él, desciende ya hacia Italia (Libro II).
La nueva batalla se decide una vez más cerca de Cremona, donde son derrotados los partidarios de Vitelio; pero los odios, recrudecidos, envuelven también a la antigua y opulenta ciudad, que es pasto de las llamas. Vitelio, que se ha quedado en Roma, se entrega a una política llena de contradicciones, preparándose unas veces para la resistencia y esperando otras llegar a un arreglo imposible. Pero cuando los enemigos rebasan los Apeninos y sus propios soldados inician la. lucha contra los que en Roma son partidarios de Vespasiano, se ve obligado a refugiarse en el Capitolio, donde queda sitiado. Muy pronto la roca sagrada es presa de las llamas; Vitelio, eternamente vacilante, es abandonado por todos, hasta que, descubierto en el palacio, perece víctima del furor del pueblo (Libro III).
Mientras tanto, la capital es toda confusión; en las Galias y en la Germania se desata la revuelta: un bátavo, Julio Civilis, desbarata a las legiones romanas y las induce a la traición; un lingón, Sabino, se proclama emperador de las Galias. Pero un gran ejército enviado por los flavianos a las órdenes de Petilio Cerealis consigue restablecer la paz, no sin grandes y dolorosos sacrificios de sangre; mientras tanto, en Egipto, admirables hazañas hacían destacar a Vespasiano, inclinándole a salir para Roma, por designio divino (Libro IV).
Queda en Oriente Tito, que se prepara para domeñar la obstinada resistencia de los judíos (en este pasaje, Tácito ofrece una aguda descripción de las cualidades de este pueblo); en Occidente, Cerealis continúa hasta la victoria su guerra contra los bátavos (Libro V).
Como se ve, se ha perdido un parte demasiado extensa de la obra para que se pueda imaginar cómo trataba Tácito de exponer e interpretar la figura y las obras de los emperadores Flavios. Pero lo que se conserva es suficiente para comprender las características de la técnica y del pensamiento historiográfico de Tácito en esta primera obra de vasto aliento. La materia elegida era inmensa por la amplitud y la complicación de los casos — guerras externas e internas, triunfos y derrotas, escándalos y discordias —, delicada por los residuos de odios no extintos, labor ardua para quien se propusiese captar el secreto histórico de un imperio que a la vez rozaba el pináculo de una potencia jamás concedida a un estado y la abyección de la servidumbre a un déspota loco. Tácito sentía el tormento de este problema, y en sus páginas aletea de manera misteriosa la fuerza de un hado inescrutable que impera sobre los designios de los hombres y llena de contradicciones la historia de Roma.
Tácito, aunque enamorado de la libertad, tiene que reconocer que para la paz es necesaria la obediencia; enemigo de la tiranía, pide para la grandeza del imperio un gobierno fuerte; convencido creyente en una fuerza sobrenatural que gobierna a los hombres y en una fortuna que protege a Roma, con gran amargura ve trocarse en ira la protección divina, y reconoce que los dioses no se preocupan de los bienes de los hombres, sino de su propia venganza, es decir, son inexorables ejecutores de la justicia. Serpentea así a través de toda la obra la inquietud de una contradicción no resuelta, que se acentúa con el juicio pesimista que da sobre los hombres. No ignora Tácito el bien que a veces los anima, pero con mayor frecuencia conoce el mal que en ellos se encierra; y esto le atrae tanto más cuanto que es en el espíritu humano donde busca principalmente los motivos de la historia. Aunque la materia está externamente dispuesta a la manera de los analistas, agrupando los acontecimientos año por año, los hechos quedan íntimamente vinculados en cuadros o escenas de dramas alrededor de las personalidades más vigorosas, aunque la investigación psicológica no sea todavía tan intensa como en los Anales.
No sabemos qué juicio le merecían a Tácito las figuras de Vespasiano y Tito, y apenas podemos adivinar a Domiciano; pero los defectos y vicios de Galba, de Otón, de Vitelio y los pecados de su tiempo están ya vigorosamente perfilados; ellos preparan el terreno para los grandes acontecimientos, a los que después la casualidad, o la fuerza de las circunstancias o la oscura voluntad divina, traerán el desenlace más inesperado. Así, el pragmatismo declarado de Tácito, que no se satisface con los hechos, sino que quiere penetrar en los motivos, le lleva, después de analizar las circunstancias, a explorar el espíritu del hombre y a detenerse ante un misterioso poder que todo lo determina: el destino. El estilo está ajustado al esfuerzo del pensamiento y a la austeridad de la visión histórica: originalísimo, fragmentario, todo hecho de elipsis, asimetrías, con metáforas imprevistas y un vocabulario lleno de ecos poéticos o de solemnes arcaísmos, no trata ya de acariciar el oído del lector, sino que sorprende el ánimo, domina la atención y le obliga a meditar. Si por la elegancia recuerda a Tucídides y por el tono sentencioso a Polibio, si con razón se ha dicho que el historiador y el artista que más se le parece es Salustio, es también cierto que su estilo no halló imitadores porque estaba demasiado íntimamente ligado a la forma de pensar y a la visión histórica que constituyeron su gloria y su tormento.
[La primera traducción clásica de las Historias de Tácito es la de Emanuel Sveyro publicada en el volumen de Las Obras (Amberes, 1613), varias veces reimpresa. Del año siguiente es la versión de don Baltasar Alamos de Barrientos en el volumen Tácito español (Madrid, 1615). La mejor traducción clásica es la de don Carlos Coloma, publicada por vez primera en el volumen de las Obras (Duay, 1626), reimpresa en el siglo XVIII (Madrid, 1794) y a principios del presente siglo en la Biblioteca Clásica Hernando (Madrid, 1909)].
A. Passerini
Tengo el presentimiento, y el presentimiento no me engaña, de que tus historias serán inmortales. (Plinio el Joven)
Tácito posee demasiado espíritu, es demasiado sutilizador y atribuye a los más sutiles acontecimientos políticos lo que con frecuencia deriva de un descontento, de una extravagancia, de un capricho. (Fenelon)
Un fanático rebosante de ingenio: a veces se vengaba con la pluma de las usurpaciones del imperador. (Voltaire)
[Tático] pinta con colores bastante veraces todo lo que la bajeza y la esclavitud tienen de más desagradable. Representa la posteridad y la venganza, y no conozco lectura más terrible para la conciencia de los malvados. (La Harpe)
Exagera su sutileza al hallar fines políticos ocultos y misterios en los acontecimientos, y con frecuencia los móviles ocultos no están más que en la imaginación del historiador, al que le gusta aparecer como investigador profundo. (Tiraboschi)
Falsificó la historia para pintarla elocuentemente. Calumnia el imperio, acoge todos los rumores. Muestra a la vez rencores de aristócrata y de filósofo; sutiliza con malhumor y no comprende la gran unidad del imperio. (Napoleón)
Historiador de severa dignidad, considera los grandes acontecimientos y personajes, y descarta lo que es fútil, desagradable o grosero. Su obra no pretende ser un estímulo para la curiosidad o una colección complaciente de episodios minuciosos. Es historia estrictamente política en la que el hombre se presenta sólo como actor o como instrumento de la vida política: excluyendo cuanto existe de actividad individual, más allá de este límite. (C. Marchesi)