Historia de la Conquista del Perú, William Hicling Prescott

[History of the Conquest of Perú). Obra del literato e historiador norteameri­cano William Hicling Prescott (1776-1859), publicada en 1847. De los cinco libros de que consta esta voluminosa obra, es posi­blemente el primero, referente a la cultura peruana antes de la conquista española, el que más ayuda a comprender la enorme pérdida que la humanidad ha sufrido con la supresión de aquella civilización origi­nal. Cuanto puede dar de sí la forma eco­nómica del comunismo de Estado unida a un régimen de absolutismo despótico, puede jactarse el Perú de haberlo mostrado con el experimento realizado bajo la dinastía indígena de los incas. Aunque faltos de animales de transporte, de hierro — mal compensado con la inmensa riqueza de oro y de plata, que trajo su ruina—, descono­ciendo las ruedas y, por ende, los vehículos, el torno de alfarero, así como la escritura propiamente dicha, el sistema estatal de producción y distribución de la riqueza fun­cionaba a la perfección, en cuanto cabe en un régimen que suprime la individualidad economicosocial del hombre.

La raza dominante de los incas proporcionaba los go­bernadores de las provincias y de los gru­pos de población, constituyendo un ejército subalterno de funcionarios a modo de suti­lísima red que cubría todo el vasto imperio, y a la que nadie escapaba. Todo el territo­rio estaba dividido en departamentos, y los productos agrícolas, como las materias primas de todo género y los productos ma­nufacturados, pasaban, en partes desigua­les, a los sacerdotes, al gobierno central, a la clase dominante burocrática y a los habitantes. La comunidad debía proporcio­nar a cada joven pareja de esposos la ha­bitación y la tierra suficiente para su sus­tento, con lotes adicionales para cada hijo, y proveer al sostén de todos los individuos incapacitados para el trabajo. Innumerables rebaños de llamas, pertenecientes al dios Sol y por tanto al inca, proporcionaban la lana, cuya primera elaboración era llevada a cabo por todos los miembros de la fami­lia, mientras el tejido, la confección de te­las y la distribución eran controlados por el Estado. Lo mismo sucedía con la produc­ción de minerales y otras industrias, para cuyos trabajos se designaban operarios de diversos distritos, de acuerdo con su capa­cidad técnica. Los conquistadores españo­les hallaron que el sistema funcionaba ma­ravillosamente : las estadísticas anuales de las reservas de productos y del movimiento de población mantenían informada a la au­toridad central. Si bien ningún ciudadano podía llegar a ser rico, ninguno tampoco podía ser pobre y carecer de lo necesario. La habilidad en construir caminos que cru­zaban el país en todos los sentidos era pro­digiosa.

Túneles de varias leguas tallados en la roca viva, puentes oscilantes suspen­didos sobre precipicios sin fondo visible, por medio de enormes cuerdas de magüey, millares de estaciones establecidas a tre­chos de cinco o seis kilómetros, que alber­gaban un verdadero ejército de ágiles men­sajeros encargados del servicio postal dia­rio, permitían a los habitantes del «salvaje» Perú una facilidad de comunicaciones que ignoraban los civilizados europeos, cuyas capitales, en la Edad Media, estaban aisla­das y se sentían extrañas entre sí. Toda una organización originalísima y un sistema de gobierno patriarcal en el espíritu, aunque despótico en la forma, maravilló a los 180 audaces hombres de Pizarro. Los libros cuarto y quinto ofrecen el espectáculo de la guerra civil entre los conquistadores, de los que el propio Francisco Pizarro, su her­mano y su compañero Diego de Almagro, con miles de sus seguidores, habían de ser víctimas en el curso de dieciséis años. Car­los V intentó una reparación, aunque tar­día, enviando a La Gasea con amplios po­deres para salvar la raza indígena de la destrucción y organizar en el país el do­minio español. La obra tiene un interés más bien documental que histórico, pues faltan visiones sintéticas del vasto cuadro, mien­tras la crítica de las fuentes — que no fal­ta— se ve limitada por la escasez de ma­terial de que se disponía hace un siglo. Como narración, más que como estudio his­tórico, encierra notables valores.

G. Pioli