Hécuba, Eurípides

Tragedia de Eurípides (480-406 a. de C.), representada, con toda probabilidad, en 424. La escena se sitúa en las riberas del Quersoneso de Tracia, donde los aqueos, una vez destruida Troya, están aguardando un viento favorable.

Llevan consigo a las prisioneras troyanas, entre las cuales figura, como esclava de Agame­nón (v.), Hécuba (v.), viuda del rey Príamo (v.). Aquel día el destino reserva a la reina, ahora esclava, dos nuevas calamidades : le será arrebatada de los brazos su hija Polixena (v.), para ser sacrificada por los griegos sobre la tumba de Aquiles (v.), y le traerán el cadáver del más joven de sus hijos, Polidoro, muerto por el rey del Quersoneso, Poliméstor, a quien Príamo lo había confiado con muchas riquezas para salvarlo de la ruina de su ciudad y su casa. Todo esto lo anuncia en el prólogo la sombra de Polidoro. La anciana reina sale luego de la tienda de Agamenón. Durante la noche la han acongojado dolor osas vi­siones, que le hacen presagiar la muerte de sus dos hijos; y temblando ruega a los dioses que alejen de ella tanta desventura. Entra el coro de esclavas troyanas y anun­cia a Hécuba que uno de sus temores está a punto de tener confirmación: los aqueos han resuelto, después de un largo debate, honrar la tumba de Aquiles, de acuerdo con el deseo manifestado por el alma de éste, que ha aparecido encima del sepulcro, con el sacrificio de la sangre virginal de Polixena. Hécuba, en un canto, expresa su desesperación. A sus gritos acude la mu­chacha misma, que se entera por su madre de la suerte que la aguarda. La doncella no tiene palabras para sí misma ni para la­mentar su vida destrozada, sino únicamente para el dolor de la madre, que con ella pierde su último consuelo.

Se dibuja ya aquí el fuerte carácter de Polixena, una de aquellas figuras de doncellas heroicas y a la vez humanas y sencillas que gustaban a Eurípides y que, con más o menos dife­rencias de motivo y tono, pintó varias ve­ces en Alcestes (v.), Ifigenia (v.) o Macaría (v. Los Heraclidas). La suerte de Polixena es confirmada por Ulises, quien en el de­bate entre los caudillos aqueos ha sostenido la necesidad del sacrificio. Hécuba intenta en vano inducir a Ulises a renunciar a su propósito y a persuadir a los aqueos de que vuelvan de su acuerdo, recordándole que le salvó la vida con su silencio cuando él se introdujo furtivamente en Ilion y fue reconocido por Elena (v.). Ulises se muestra inexorable y con un curioso razo­namiento intenta convencer a Hécuba de que ni él ni los aqueos pueden hacer otra cosa. Hécuba dice a su hija que suplique ella misma a su verdugo, pero la doncella se niega a acudir a este medio, por lo de­más seguramente inútil, para salvar una vida a la que no tiene ya ningún apego. Sabe que su destino es inevitable y corre a su encuentro generosa y serena. Ha na­cido libre y de linaje real, y para ella es mejor morir que vivir esclava. La madre intenta una vez más arrancar a Ulises su víctima, ofreciendo morir en su lugar, y solicitando luego morir con ella. Todo es en vano: la hija le es arrancada de los brazos, y Polixena se aleja llorando por el desconsuelo de su madre, y sin más que una fugaz nota de dolor al despedirse de la luz que no ha de volver a ver. En el estásimo el coro de mujeres troyanas de­plora las desventuras del exilio y de la esclavitud que las aguardan. Llega el he­raldo de los aqueos, Taltibio, y narra a Hé­cuba y al coro el fin de Polixena: de acuer­do con sus palabras, la doncella ha querido morir como mujer libre e hija de un rey.

Ha rogado que nadie la tocara ni la obli­gara a sufrir el golpe mortal: con su pro­pia mano se ha descubierto el pecho y ha invitado al hijo de Aquiles, Neoptólemo, a que la hiriera. Y todo el pueblo, que había acudido al sacrificio para honrar a Aquiles y suplicarle, se ha exaltado de admiración ante el sacrificio de Polixena; Hécuba, orgullosa en medio de su dolor, se propone dar a la muchacha la más honrosa sepul­tura que su estado le permita. Un breve estásimo, en el que el coro lamenta las des­dichas de la guerra troyana, cierra esta primera parte de la tragedia. Se ha cum­plido la primera de las dos desventuras pre­sagiadas a Hécuba. Entra entonces una es­clava arrastrando un cadáver velado. No es, como Hécuba se figura, el de Polixena, sino el de Polidoro, su hijo más joven, muerto por Poliméstor: Hécuba, aunque turbada por el presagio, ignoraba que se hubiera cumplido ya. El cadáver, arrojado al mar, ha sido devuelto a la playa por las olas. El dolor de Hécuba estalla irrefrena­ble y a él se mezcla el odio por el matador, violador de todas las leyes sagradas. La mujer que estaba abatida y deshecha por la pena, ahora se siente animada con una nueva fuerza contra el enemigo más abyec­to, contra el traidor impío. A Agamenón, que viene en actitud benévola, a exhortarla a enterrar a su hija, la anciana le pide venganza contra Poliméstor. Viendo que el rey, por razones políticas, vacila, Hécuba le pide al menos, empleando para ello todos los medios de lisonja, persuasión y súplica, que no se oponga a la venganza que ella sabrá tomarse por sus propios medios, ayu­dada por las demás prisioneras troyanas. Agamenón, cuando se siente bastante segu­ro de no resultar comprometido, consiente en dejarla hacer. En su presencia, Hécuba manda llamar a Poliméstor, diciéndole que venga con sus hijos pequeños.

En el estásimo, el coro evoca, con admirable poesía, el dolor de las mujeres troyanas, la noche en que Troya fue tomada. En el episodio siguiente, se cumple la venganza de Hé­cuba. Poliméstor llega y ante Hécuba se muestra hipócritamente dolorido por la muerte de Polixena. Hécuba, lucidísima en su exasperado afán de venganza, después de haberle pedido noticias del hijo que se le confió, después de haber, por decirlo así, saboreado todas las mentiras que Poli­méstor le cuenta, le dice que en la tienda tiene oro escondido para él, y le invita a entrar. El infeliz, impulsado por la co­dicia, entra en la tienda sin sospechar na­da. Un brevísimo canto del coro, y segui­damente se oyen dentro de la tienda los horribles gritos de dolor de Poliméstor. Hé­cuba y las mujeres le han sacado los ojos. Sale tambaleándose, loco de dolor y de ra­bia. Hécuba le grita que ha dado muerte a sus hijos. Mientras Poliméstor pide auxi­lio a grandes voces, llega Agamenón, quien, según lo convenido con Hécuba, finge sor­presa y dolor. Ante él, como a un juez, Poliméstor refiere la emboscada de que ha sido víctima, tramada y llevada a cumpli­miento con sutil perfidia. Ha dado muerte a Polidoro, es verdad; pero sostiene haberlo hecho por amistad por los aqueos y Agame­nón. Es fácil a Hécuba refutar su mentira. Agamenón lo juzga culpable y afirma que su castigo es justo. Poliméstor lanza im­precaciones sobre Hécuba y le dirige un vaticinio: será transformada en perra y mo­rirá. Y profetiza también la desventura de Casandra y la de Agamenón, que morirán a manos de Clitemnestra.

Agamenón, irri­tado, manda que se lo lleven y ordena a las mujeres que entren en las tiendas, porque es inminente la partida. El proble­ma estético que plantea esta tragedia es el de su unidad: no sólo unidad de acción dramática, sino también de inspiración poé­tica. La primera existe, sin duda, aunque sean dos las desdichas de Hécuba y, por lo tanto, bien distintas las partes de la trage­dia, en que la protagonista aparece con dis­tintos estados de ánimo, abatida y casi re­signada en la primera, ferozmente airada en la segunda. Es el personaje de Hécuba el que, del mismo modo que el nombre, confiere a la tragedia su unidad teatral, estructural y exterior. Incluso psicológica­mente, la transformación de Hécuba puede ser motivada. Frente a su segunda desven­tura, debida a quien pasaba por ser un amigo y que por lo mismo es más abyecto que el enemigo vencedor, surge y estalla la rebelión que antes había quedado contenida. Pero poéticamente, no hay lector que no se dé cuenta de la distinta participación de Eurípides en los dos dolores de Hécuba. En el primero, el poeta simpatiza más íntima­mente con su aflicción de madre, incluso al presentar a Polixena con tonos tan heroicos y dulces; en el segundo, la mira vivir, como a menudo suele hacer, pero con cierto des­prendimiento, como protagonista de una ha­zaña bárbara frente a personajes mediocres, como Agamenón, o repugnantes de crueldad y vileza, como Poliméstor. [Trad. de Eduar­do Mier y Barbery en Obras completas, to­mo I (Madrid, 1909)]. A. Setti

*   También en las Troyanas (v.) y en el Alejandro, actualmente perdido, Eurípides trató las desventuras de Hécuba, y volvió sobre el tema Séneca en sus Troyanas (v.). Ennio y Accio, poetas latinos, escribieron cada uno una tragedia titulada Hécuba, de las que sólo quedan fragmentos.

*   En los comienzos del Renacimiento fran­cés, cuando desde Italia se difundía a Fran­cia el gusto por las traducciones o imita­ciones en latín y en lengua vulgar de las tragedias griegas, se representaron en el teatro francés algunas adaptaciones en esta lengua. Entre las primeras se recuerda la Hécube, que Jean Bochetel tradujo de Eu­rípides en 1544. En Italia Lodovico Dolce (1508-1568) escribió también una mediocre tragedia titulada Ecuba. En España hay que mencionar una Hécuba triste del gran hu­manista cordobés Fernán Pérez de Oliva (m. 1531), traducción libre de la tragedia de Eurípides, escrita hacia 1530 y, en con­secuencia, anterior a todas las demás ver­siones e imitaciones renacentistas de la tragedia griega.

Pérez de Oliva fue el primero que dio a conocer entre nosotros el teatro griego. Su lenguaje es puro, su estilo, en general, grave, elegante y numeroso: nadie antes de él había dado a la prosa dramática tanto decoro y majestad, y después ninguno le imitó. (L. Fernández de Moratín)

*   En el campo de la música se recuerdan dos óperas: la Ecuba de Nicola Antonio Manfroce (1791-1813), representada con éxi­to en Nápoles en 1812, y la Ecuba de Fran­cesco Malipiero (n. 1882), estrenada en Ro­ma en 1941. Emil Riadis (n. 1890) compuso música de escena para la tragedia de Eu­rípides, representada en Atenas en 1927.

*   Cuadros de Préault, Boulanger, Bramer, Blondel, Drolling, etc.