Ginevra de Almieri, Anónimo

[Ginevra degli Almieri]. Breve poema popular anónimo, que alguien atribuyó a un tal Agostino Velletti, de finales del siglo XV o de primeros del XVI, por causa del cual tuvieron lugar muchas disputas entre los eruditos. El ar­gumento, del que existen equivalentes en la novelística oriental y europea, presenta claras analogías con un cuento del Filocolo (v.) y con el cuarto cuento de la XX jorna­da del Decamerón (v.) de Boccaccio.

De Ginevra de Almieri (v.), una mujer floren­tina valiente y viril, hija de Bernardo, un rico y noble comerciante, se enamora un hombre del pueblo, Antonio Rondinelli, que le hace la corte durante cuatro años. El padre la concede en cambio a un noble, Francesco degli Agolanti, que posee pocos bienes de fortuna. Hacia 1396 se inicia la peste en los alrededores de Florencia, y la ciudad, acordándose de los estragos que esta enfermedad había producido en 1348, está muy asustada. Ginevra cae enferma, aunque no de peste; todos los cuidados han sido en vano; se cree que ha muerto. El entierro tiene lugar el mismo día, por la noche, y la pobre muchacha es colocada en un de­pósito mortuorio tras el campanario de Giotto. Cuando recobra los sentidos se des­espera, invoca a María, y un rayo de luz que entra por la hendidura de la cerra­dura indica el camino a la desgraciada que, arrastrándose, llega a la lápida y con un gran esfuerzo la levanta y se dirige hacia su casa.

Rechazada por su asustado marido, después de haber llamado inútilmente a la puerta de su padre, de su madre y de sus parientes, la pobre Ginevra, por inspiración de la Virgen, va por fin a llamar a la puer­ta del buen Rondinelli. Éste la acoge cari­ñosamente, le da de comer, y va a cerrar la tumba, que quedó abierta. La situación es difícil y crítica: Ginevra no quiere vol­ver con su marido: «Si tú me quieres, voy a ser tu esposa», dice a su amado, «él por muerta me ha enterrado, / Y en la muerte todo ha acabado».  Antonio le da el anillo de esponsales ante un notario; de ser nece­sario, decidirá la Curia y el Tribunal. Un domingo por la mañana, Ginevra, con la madre de Antonio y la criada, sale para ir a misa. De lejos, las sigue Antonio. La gente empieza a reconocerla, y la recono­cen también su madre y su marido. Interrogada, Ginevra contesta áspera y sincera­mente, alejándose. Quedan los maridos disputando. Francesco va al Obispado para levantar su acusación, pero Ginevra sabe defender su causa ante el prelado con tal gentileza y sabiduría, que éste aplica la decisión de la muerte verdadera a la muer­te aparente. El marido ha de marcharse avergonzado y quejumbroso. «Y Antonio celebró sus bodas con grandes festejos. / Y vivieron largamente en paz y alegría. / En vuestro honor se acabó la historia».

La composición, aunque de estructura suelta, en cierto modo resulta hábil: emplea con evidencia las determinaciones de los luga­res (la callejuela con las basuras) y sabe explotar la emoción (desfallecimiento, esce­na de Ginevra en la tumba, escena de An­tonio y Ginevra). El carácter voluntarioso y resuelto de la dulce Ginevra es bellamente puesto de relieve. Hay mezcla de tonos realistas y sentimentales y delicadeza en los toques. No falta tampoco un discreto sentido del humorismo que vivifica la ma­teria patética. El argumento sufrió grandes transposiciones y reelaboraciones literarias italianas, francesas, inglesas, y, bajo la for­ma de novela popular, continúa teniendo aún hoy ediciones y lectores: en 1546 la historia fué llevada a la escena, y volvió a la misma en nuestros días; fue continua­da por Dumas en su Silvandire.

M. T. Dazzi