Isócrates (436-338 a. de C.) había sostenido en todos sus escritos la necesidad de una unión de todas las potencias griegas para hacer la guerra a los persas. La tradición imponía este camino para salir del espacio restringido en que se ahogaba el helenismo. Desde el principio, Isócrates había esperado que semejante empresa podría lograrse por medio de una hegemonía ateniense (v. Panegírico), pero el obstinado particularismo y las continuas guerras fratricidas de las ciudades griegas le habían desengañado, y ahora ya sólo esperaba poder ver realizado su sueño gracias a un fuerte poder monárquico. Y, después de haber pensado en Jasón de Feres y Dionisio I de Siracusa, se fijó en Filipo II de Macedonia, que en pocos años de actividad incansable había logrado engrandecer su modesto reino hereditario y afirmarse enérgicamente incluso en el mundo griego: en 346, Atenas había tenido que concluir con él una paz en la que reconocía todas sus conquistas. Entonces, mientras Demóstenes iniciaba la campaña oratoria para la preparación de una nueva guerra (v. Filípicas), el anciano Isócrates dirigía a Filipo un largo escrito, en que le invitaba a ponerse al frente de los griegos en una especie de cruzada contra los persas.
El tema está tratado con la abundancia, incluso estilística, propia de la manera retórica isocrática. Empieza con la demostración de la necesidad de apaciguar la hostilidad existente entre las más importantes ciudades griegas, lo cual, según Isócrates, era fácil, como lo demostraba con un análisis de la situación de cada ciudad y con los antecedentes históricos de Alcibíades, Conon y Dionisio de Siracusa. Sigue la demostración de la facilidad de la guerra contra Persia, dada la gran debilidad de este Imperio. Finalmente, la tercera parte del discurso expone los motivos que deben convencer a Filipo: sobre todo debe, como descendiente que es de Heracles, favorecer a los griegos (los macedonios, para Isócrates y para todos los griegos, eran bárbaros, pero la familia real procedía de Argos); la conquista del reino de Persia, o, por lo menos, del Asia Menor, permitiría la fundación de muchas ciudades y la colocación de la turba de proletarios que con su miseria alimentaban en Grecia la lucha de clases y las contiendas políticas.
El Filipo es indudablemente uno de los escritos más interesantes de Isócrates, tanto porque demuestra la existencia de profundas corrientes panhelénicas en aquellos tiempos tan atormentados, como por el esfuerzo cumplido por el viejo maestro de retórica para conservarse en el terreno de la realidad. La mitología tiene en esta obra una parte menor que en las demás de Isócrates, y abundan en cambio las observaciones realistas sobre las necesidades sociales y económicas de Grecia. Isócrates parece presentir aquí y ayudar con su propaganda el curso inexorable de la historia, que preparaba la unidad griega por obra de Macedonia. Pero no era precisamente ésta la unidad anhelada por Isócrates. El programa antipersa esbozado por él, más que la construcción de una mentalidad abierta a las voces del porvenir, aparece como el sueño de un erudito que mira al pasado, y no autoriza para considerar a Isócrates por encima de Demóstenes.
A. Passerini