Con este título los doctos alejandrinos designaron cuatro discursos de Demóstenes (384-322 a. de C.), pronunciados a cierta distancia de tiempo, pero afines por su tema en cuanto todos se dirigen a promover una guerra total contra Filipo de Macedonia.
El primer discurso es del año 351, y contiene un plan de guerra detallado, que debía llevar la ofensiva al país del enemigo y quitarle, finalmente, la iniciativa estratégica y política; la guerra duraba desde hacía seis años y los atenienses, con su inercia, habían llegado siempre demasiado tarde a todas partes. Además de solícitas decisiones, Demóstenes exigía que se enviasen no ejércitos mercenarios, sino, en la medida de lo posible, tropas formadas por ciudadanos; además proponía un plan financiero detallado para facilitar las expediciones.
El segundo discurso fue pronunciado en 344-343: Atenas había sido obligada dos años antes a aceptar una paz que daba a Filipo el predominio en la Grecia septentrional. Ahora se apoyaba en los descontentos del Pelopone- so para atacar a Esparta y, a través de ésta, a Atenas. Demóstenes se esfuerza en demostrar que toda la actuación de Filipo ha sido desde el principio dirigida contra Atenas, la cual, por su pasado de protectora de la libertad griega y por sus fuerzas, es el verdadero obstáculo a las miras de conquista del rey macedonio. El análisis agudo de las acciones y de las intenciones de éste conduce a la afirmación de la necesidad de actuar seriamente y a una vehemente condenación de los partidarios de un acuerdo con Macedonia.
La tercera filípica (de la que se conservan dos redacciones, que al parecer se remontan ya al mismo Demóstenes) es del año 341: la paz con Filipo se había roto a consecuencia de sus manejos contra las posesiones atenienses en el Quersoneso. Pero ahora era ya inminente el golpe último, que se produjo el año 338 en Queronea. La palabra de Demóstenes se eleva ahora para contraponer la política íntimamente inmoral de Filipo a la que la tradición imponía a los griegos todos y, en particular, a los atenienses. Pero la elocuente evocación de las glorias pasadas contrasta con la condenación del envilecimiento en que Grecia había caído: la inmoralidad que se había apoderado de las clases políticas era una enfermedad de toda Grecia; como si fuera un presagio del porvenir, el orador se deja llevar a pronunciar amargas palabras sobre su temor de que la corrupción de los griegos sea debida a un demonio que los arrastra al precipio. Y, sin embargo, no hay otro camino a indicar a los atenienses: «mil veces mejor la muerte que envilecerse halagando a Filipo». En este discurso, severo y elevado, se revela por entero la moralidad de la política y de la elocuencia del gran orador.
La cuarta filípica, que es un centón de varios discursos de Demóstenes, presenta, sin embargo, indudables caracteres de autenticidad: se ha pensado que no fue pronunciada jamás, sino que se difundió por escrito, no con un propósito ocasional, sino para mantener despierto el espíritu antimacedónico en Atenas. Si las cuatro filípicas presentan, por la distinta situación en que fueron escritas, muchas diferencias de argumento y de tono, tienen, sin embargo, en común los mejores caracteres de la obra de Demóstenes, tanto desde el punto de vista artístico como desde el punto de vista político. El análisis que el orador hace cada vez de la actuación de Filipo es siempre agudísimo; aun a través de la condenación de sus métodos y de sus fines resulta claramente visible la admiración de Demóstenes por la incansable actividad, la habilidad diplomática y guerrera, y la audacia de sus proyectos y realizaciones. Es segura su intuición sobre las cosas relativas a la guerra: algunas de sus observaciones acerca del modo anticuado de guerrear los griegos frente a los métodos modernos de Filipo (el cual hacía la guerra total y no se dejaba arrebatar jamás la iniciativa estratégica) asombran por su justeza y todavía hoy tienen un indudable sabor de actualidad.
Pero, sobre todo, es evidente, en todas las Filípicas, la pasión con que Demóstenes intenta sacudir la apatía de sus conciudadanos. Satiriza su ejército de mercenarios, que llama «epistolares», porque sólo trabajan en redactar cartas dando cuenta de sus actos a los generales; se burla de los magistrados, que en lugar de ir a la guerra se quedan celebrando fiestas religiosas; parangona la estrategia de los atenienses, que no son capaces de otra cosa que de parar como pueden los golpes de Filipo, a la defensa de los luchadores bárbaros («cuando uno de ellos recibe un golpe, en seguida se lleva la mano al punto herido; y cuando recibe otro en otro punto, las manos corren en seguida hacia allá; pero no sabe pararlos o preverlos»); caricaturiza a los atenienses que andan ociosos, preguntándose por las novedades del día, como si no fuera novedad suficiente la noticia de que un macedonio está en guerra con Atenas. Las Filípicas atestiguan el elevado valor moral de la obra de Demóstenes, donde resuena siempre, como una advertencia, la voz de la tradición ateniense de hegemonía y libertad. No se puede culpar a Demóstenes por no haber secundado el proceso histórico que llevaba a Grecia hacia la unidad; para los griegos, esta unidad era esclavitud: la unidad que predicaba Demóstenes era muy otra, cuando empujaba a Atenas a reanudar la guerra contra los bárbaros en favor de todos los griegos. [La primera versión completa de las Filípicas de Demóstenes es la de Marcial Busquets (Barcelona, 1855) traducida de la francesa de M. Tourreil. Existe una versión directa del griego en el volumen Discursos de Demóstenes y Esquines (Madrid, 1881). La primera Filípica ha sido editada y traducida por F. Aparicio, S. J. (Cádiz, 1943)].
A. Passerini
Demóstenes es, con mucho, el mejor de los oradores, y fue considerado, por decirlo así, como la norma misma de la elocuencia; tanta es en él la fuerza, la plenitud, y hasta tal punto sus expresiones son apropiadas y en cierto modo nerviosas, que nada defectuoso, nada redundante, se puede encontrar en ellas. (Quintiliano)
* En recuerdo y a imitación de los discursos de Demóstenes se llamaron también Filípicas [Philippicae orationes] a los Catorce discursos contra Marco Antonio [In M. Antonium Orationes XIV], los últimos Discursos (v.) compuestos por Cicerón (106-43 a. de C.) entre los años 44 y 43.
En la primera, Cicerón advierte a Antonio, ausente, una mayor moderación para con el Senado. Antonio, irritado, se lanza en el Senado contra Cicerón, que se había quedado en Puzzoli preparando la respuesta; efectivamente, en la segunda filípica, no pronunciada, pero sí publicada, se ponen de manifiesto la vida y las intenciones malévolas de Antonio, que ahora, una vez abandonada Roma, combate contra Decio Bruto. En la tercera, augura la victoria a Bruto y saluda a Octavio como libertador. En la cuarta comunica al pueblo la decisión tomada por el Senado de oponerse a Antonio. En la quinta informa sobre la situación militar, de acuerdo con la relación de los dos cónsules Hircio y Pansa. En la sexta, hablando al pueblo, lo pone al corriente de las negociaciones de paz que existen entre tres embajadores y Antonio, pero en la séptima se pronuncia contra cualquier paz, y en la octava insiste en la necesidad de continuar la guerra. En la novena propone honores fúnebres para uno de los embajadores que fueron a negociar con Antonio y que murió durante su misión. En la décima y la undécima se pronuncia a favor de Marco Bruto y Casio, porque se les conserven las provincias orientales, que Antonio y Dolabela reclamaban para sí. En la duodécima, informa de las nuevas negociaciones de paz con Antonio, que no dan ningún resultado. En la décimotercera demuestra, con una carta de Antonio, que con un tal enemigo de la patria, no es posible llegar a una paz. En la décimocuarta, llega la noticia de que Antonio ha sido derrotado en Módena; Cicerón ordena una fiesta en acción de gracias y un monumento en honor de los caídos.
Pero la felicidad de Cicerón durará poco, porque, muertos Hircio y Pansa, Antonio formará con Octavio y Lépido el segundo triunvirato y mandará matar al orador por sus sicarios. La grande, pero desdichada, reincorporación de Cicerón a la vida política con las Filípicas, sitúa al escritor nuevamente a la cabeza del partido senatorial, como en tiempos de Catilina, pero esta segunda y última vez pesaba sobre el defensor de la república romana agonizante el sacrilegio de la muerte de César. La idea nueva y revolucionaria, aunque personificada de momento por un hombre indigno, que demostrará luego cada vez más su megalomanía, está destinada a consolidarse; Antonio desaparecerá lentamente de la escena política romana para dar paso al joven Octavio, en el cual el mismo Cicerón tenía cifradas entusiastas esperanzas, pero en vano, porque el segundo triunvirato lo arrastró con sus proscripciones y las inevitables víctimas. Los catorce discursos son de extensión desigual y de diverso valor estilístico; los más merecidamente famosos son los dos primeros, escritos cuando Antonio no se había declarado todavía enemigo del Senado. [Trad. castellana por Juan Bautista Calvo en Obras completas, tomo XVII (Madrid, 1901)].
F. Della Corte