Carta escrita en griego, una de las llamadas «de la cautividad» por haber sido escrita probablemente durante su encarcelamiento en Roma (60-62 d. de C.). Éfeso era entonces, como Corinto, una ciudad rica y corrompida; sus muros encerraban el famoso templo de Diana. El Apóstol estuvo por primera vez en Éfeso, probablemente en el año 54, y logró convertir a muchos judíos y gentiles. Volvió después al año siguiente, permaneciendo allá tres años. Esta carta fue escrita con el propósito de humillar y confundir a aquellos doctores que andaban proponiendo problemas sutiles sobre las obras de Dios, preguntando a los gentiles cómo la bondad divina había podido concentrar por tanto tiempo su solicitud en favor de un solo pueblo, y ponderando a los judíos su superioridad.
Acaso sea ésta la más difícil de comprender entre las Epístolas paulinas. La profundidad del tema entorpece a menudo el estilo, la expresión resulta dura, los períodos excesivamente largos. Consta de dos partes: en la primera (I, 1 – III, 21) se hallan noblemente descritas las maravillas de la predestinación y justificación de los santos; es el entusiasta discurso de un alma ardiente que se expresa a golpes, de improviso, pero siempre con ímpetu apasionado; luego se contrapone nuestra depravación a la grandeza de Dios cuya misericordia nos vivifica y resucita. En la segunda parte (IV, 1 – VI, 24) se dirige con especial ternura a los efesios, exhortándoles a vivir en paz y concordia, fuertes en la doctrina de Dios, frente a las obras y especulaciones dañosas de los hombres tenebrosos. Testimonios patrísticos como los de Ireneo, Clemente Alejandrino, Orígenes, Tertuliano, el fragmento muratoriano, etc., atribuyen esta carta a San Pablo. Los pocos racionalistas que niegan su autenticidad no aducen sólidos argumentos para su tesis.
G. Boson