Salvatore Cammarano (1801-1852) sacó de este drama el libreto para la ópera homónima de Giuseppe Verdi (1813-1901), estrenada en Roma en 1853. La obra musical eclipsó al drama original.
Verdi había adivinado en él un magnífico asunto para su música, la cual tiene la cualidad típica del arte de Verdi de la segunda fase o manera, esto es: mucho realce de los caracteres y de las pasiones individuales, mientras la masa coral, a diferencia del primer período, desempeña, en general, una parte decorativa; forma musical basada en la alternancia de recitados y arias de acento muy marcado, de gran calor y dramatismo, con tendencia a un realismo crudo que a veces degenera en la trivialidad, pero que, donde la pasión se purifica y se transfigura en la forma, alcanza profundidad humana y por ende se hace gran arte. Estos dos aspectos de la personalidad de Verdi, o sea la inspiración genial y la tosca rudeza (que no son inseparables ni están del todo identificados como alguien quisiera, si bien alguna vez pueden encontrarse y coexistir), alternan continuamente en El trovador como en muchas otras obras.
Así, por ejemplo, la narración de Ferrando en la primera escena resulta grosera, no obstante su fuerza teatral, que en Verdi no falta nunca, y algún que otro bello pasaje del declamado; ruda es, en general, la parte del conde de Luna (también aquí hay que hacer excepción de algún recitado), rudos casi todos los coros; el gusto de las tintas fuertes desnaturaliza algo también la parte de Azucena, que es asimismo de indudable potencia, especialmente en el célebre relato y en la escena final. Las partes de Leonora y de Manrico (abstracción hecha de los fragmentos como «Vivrà, vivrà», «Di quella pira», etc.) son musicalmente las más puras, en particular la primera, cuyas melodías y recitados expresan una pasión inocente que se eleva en un sublime ímpetu de sacrificio. (Es notable cómo en el melodrama italiano del siglo XIX las figuras femeninas son a menudo las mejor sentidas).
Este es el sentimiento que más resalta en los famosos pasajes «Tacea la notte placida», «D’amor su l’ali rosee», y en los recitados que preceden, en los que con toda tosquedad cede al enanto de un declamado y de una melodía rectilíneos y purísimos, sostenidos por una densa y a veces también sobreentendida armonía. Por otra parte aquí y más aún en los momentos más bellos de la parte de Marnico («Ah sí, ben mio coll’essere», «Ah che la mote ognora»), sopla un viento de trágicos presentimientos, un sentido del triste fin de las alegrías humanas, ue se calma dolorosamente con la visión del último descanso; tal acento religioso y a la vez pesimista, típicamente romántico, se hace también sentir en el breve coro de la monjas (de una simple y purísima armonía a cuatro voces) y el famoso «Miserere», quizás los dos únicos fragmentos corales bellos de toda la obra.
En estas y en las otras partes verdaderamente inspiradas, las formas melodramáticas pierden también todo convencionalismo. La orquestación lejos todavía del refinamiento y riqueza que alcanzará en las últimas obras de Verdi, es, sin embargo, característica y apropiada siempre y tiene muchos momentos de poesía, tantos en los pasajes sombríos como en los de soñadora dulzura.
F. Fano