[The Trespasser]. Novela del escritor David Herbert Lawrence (1885-1930), publicada en 1912. En un ímpetu de pasión romántica, el violinista Siegmund, de apenas diecisiete años, se ha casado con la jovencísima Beatriz, sin saber casi nada de ella; cuando desarrollados ya su mente y su espíritu, ve que Beatriz no puede en modo alguno acomodarse a sus intereses, naturalmente se aleja de ella, quedando el matrimonio únicamente ligado por el amor de los hijos.
Durante años, vive cumpliendo sus deberes sin alma, con mecánica indiferencia, hasta que lentamente se pone de por medio el amor de una de sus jóvenes alumnas, Elena, serena y plena de seguridad, y este amor le redime de su esclavitud, llevándole hacia una nueva vida. Cuando, a instancias de Elena, decide ir a pasar algunos días de vacaciones con ella en la isla de Wight, este sencillo acontecimiento tiene para él el significado de una decidida ruptura de sus ligaduras, de una especie de renacimiento. En la isla vive , con Elena horas de inolvidable éxtasis, en la playa solitaria, a la mágica claridad de la luna, bajo los rayos ardientes del sol; pero, hasta en la alegría de la pasión amorosa, se insinúa la sombra de la incomprensión a causa de una diversidad fundamental: en tanto que el sueño de él está fundado en su sangre que arde por ella, los sueños de la mujer son despegados e inhumanos, abstractos y llenos de fantasía; mientras está a su lado olvida él todos los dolores, gozando de la plenitud del momento; en tanto Elena siente como si la pasión la maculase, y tiene deseos de purificarse.
Por eso, cuando las breves vacaciones terminan, a la pena inevitable de la separación, se añade en él la impresión de que las fantasías de Elena lo rechazan y que, tras haberle convertido por algunos días en su dios, ha «invocado llorando a su amante ideal, encontrando sólo a Siegmund». Humillado por esta caída, vuelve a su hogar, donde le acoge, fríamente cruel, la tácita desaprobación de la mujer y los hijos: hasta la más pequeña, Gwen, que siempre ha sido su predilecta, no se atreve a acercársele.
Tiene entonces la sensación de ser un miembro repudiado del cuerpo de la vida, siente que no puede vivir sin la mujer amada, ni tampoco abandonar a sus hijos, y no siéndole posible, tras las intensas horas vividas, adaptarse a la existencia cotidiana, se quita la vida, mientras Elena, en el lejano Corn- wall, donde se ha refugiado con dos ami- . gas para unas breves vacaciones, evoca con apasionamiento las horas de su felicidad común. El drama de Siegmund queda olvidado pronto: Beatriz encuentra consuelo en una vida social más acorde con sus exigencias, y Elena, tras el proceso de una larga angustia, renace al amor de un joven compañero.
La descripción de la vida de ambos amantes en la isla, con sus momentos de comprensión perfecta, con las incertidumbres y contradicciones nacidas de sus más profundos instintos, se acompaña y se funde con la descripción de la naturaleza, a veces llena de luz y color, a veces sacudida por misteriosos escalofríos, triste de trágica melancolía; el juego vario y complejo de las relaciones entre hombre y mujer — tema central de toda la obra de Lawrence — está aquí cantado con verdadera inspiración poética, no deformada por el intento polémico que a veces se advierte en algunas de sus novelas más maduras.
A. P. Marchesini