[Das System der Sittenlehre nach den Prinzipien der Wissenschaftslehre]. Obra de Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), publicada en 1798. Como tratado sistemático de la doctrina de las costumbres, esta obra, que parte del concepto de que la naturaleza ética del hombre se revela en un impulso de efectuar o abstenerse de algunas acciones, independientemente de los fines extrínsecos, se propone descubrir de qué modo el impulso moral surge necesariamente de la racionalidad. Tal «deducción» de la naturaleza ética se relaciona con los principios de una doctrina universal de la ciencia. Las condiciones del actuar humano moral son la libertad y la materia del querer, pero como (v. Principios fundamentales) todo lo que aparece fuera de nosotros es sólo un fenómeno de la única realidad que es el Yo absoluto, absoluta independencia y actividad, se sigue que, para no anularse a sí “mismo, el Yo debe poner como única norma de actuar, la propia libertad. El Yo individual no puede ser pensable ni real, como no sea en relación con el Yo absoluto, que es su principio y su fin; recíprocamente, el Yo absoluto no puede realizarse sino determinándose en el Yo empírico. La universalidad no actúa como causa eficiente más que multiplicándose y diferenciándose en los espíritus individuales. La relación entre los múltiples sujetos empíricos y el Yo puro constituye precisamente el contenido del deber.
La libertad, esencia del Yo universal, para realizarse ha de convertirse en inteligible, como ley del Yo individual; la necesidad y absolutismo de esta ley no significa heteronomia, porque sólo impone a la libertad su propia actuación. Identificada así la ley con la libertad, Fichte pasa a demostrar su realización concreta, planteando el problema de cómo la actividad absoluta, finalidad de sí misma, puede tener causalidad sobre el Yo empírico que es tendencia sensible. En cuanto individuo empírico, el hombre es impulso y sentimiento de dicho impulso, y no es un producto de aquel conjunto organizado que es la naturaleza. Pero en cuanto reflexiona sobre sí mismo, el hombre se coloca por encima del deseo natural y afirma una facultad de desear superior, puramente espiritual. La unificación entre ambos impulsos, necesaria puesto que constituyen un solo Yo, se produce no con la anulación, sino con la progresiva superación de los deseos naturales hacia la meta, nunca alcanzable, de una absoluta independencia de la naturaleza. Pero ser libre significa saberse libre, tener el sentimiento del impulso moral, es decir,’ experimentar aquel sentimiento de aprobación hacia nosotros mismos que nace de la armonía interna y está siempre ligado a un placer. Fichte distingue el placer puro, «contentamiento con el cual el hombre vuelve a sí mismo», del goce sensible, que nos extraña y dispersa. La acción es libre en cuanto es efectuada puramente por deber, con exclusión de todo otro motivo; de otro modo quizá pueda ser «legal», pero no «moral». El concepto del deber o imperativo categórico es formulado así por Fichte: actúa siempre según la mejor convicción de tu deber. Pero esto es un principio formal: indica cómo se ha de actuar, no lo que debe hacerse en cada situación. El criterio para juzgar la rectitud de la acción es sólo la conciencia, que no puede dejarse conculcar por ninguna autoridad.
La conciencia es desarrollo; el hombre, de la mera conciencia del impulso natural (en el que está próximo al animal) pasa a la capacidad de elección entre los impulsos según la máxima de la felicidad (animal inteligente): entonces se eleva a un punto de vista superior, en el que quiere subordinarlo todo al propio valor (instinto o genio de la virtud), estableciendo como máxima la realización de la voluntad; pero aquí falta el sentido de la renuncia de sí mismo, todavía no se tiene la moralidad. Para llegar a ella es preciso que el «instinto» de la virtud sea superado mediante la reflexión, que mantenga ante nuestros ojos la ley moral. Lo que se opone a la actuación de dicho proceso, la pereza, la tendencia a petrificarse en las costumbres, es el mal radical, inmanente en el hombre, y del cual sólo se libera mediante un impulso que le viene de fuera; las instituciones creadas precisamente para desarrollar en el hombre la conciencia moral son la Iglesia y el Estado. Si el fin del hombre es la autonomía absoluta, cuanto es medio para dicho fin constituye el objeto de un deber; de ello se deduce el sistema de los deberes particulares, relativos al «cuerpo», o a la «inteligencia», o a la «persona» como miembro de una comunidad. La comunidad implica el deber para los individuos de limitar recíprocamente la propia libertad; pero como el destino de todos es único, la unidad de la convicción moral quita toda constricción. Fundándose siempre en el criterio de la autonomía de la razón como objeto de la ley moral, Fichte da también una clasificación de los deberes incondicionados (que procuran el fin) y condicionados (que procuran los medios).
Cada grupo a su vez comprende deberes particulares (propios del individuo) o universales (propios de todo hombre en cuanto a tal). Estos últimos consisten todos ellos en tratar a los hombres según su destino moral, es decir, en respetar, tutelar y promover la libertad ajena. Los deberes particulares conciernen al modo en que cada uno ha de colaborar al triunfo de la razón en el mundo sensible, según las propias capacidades, o actuando directamente sobre los hombres (vocación superior) o sobre la naturaleza, pero con vistas al mejoramiento humano (vocación inferior). Pertenece al primer grupo la misión de los doctos, llamados a elevar la inteligencia, la de los eclesiásticos, educadores morales de los demás hombres, la de los artistas, y por fin el deber de los funcionarios del Estado, a quienes corresponde asegurar la justicia. El segundo grupo comprende los deberes de los productores, quienes contribuyen al progreso humano con el perfeccionamiento mecánico y técnico del trabajo material. El recíproco respeto en las relaciones entre las clases sociales es la condición del perfeccionamiento humano, fin supremo de toda doctrina moral. Importante como determinación de la doctrina práctica de Fichte, la obra tuvo en la historia del pensamiento escasa importancia por su abstracción sistemática y su carácter normativo.
E. Codignola