[L’infinito]. Es uno de los Cantos (v.) más elevados de Giacomo Leopardi (1798-1837), escrito en septiembre de 1819 y publicado, antes que en la edición de 1831, en el «Nuovo Ricoglitore» de Milán, en diciembre de 1825.
El poeta transcribe en quince endecasílabos sueltos, con una contenida dulzura, el puro ritmo de la inmensidad, acogido en un alma sana; sin una referencia a este o a aquel acontecimiento, sino solamente al pensamiento de un constante fluir y cambiar, de un vivir y un morir, de un resonar, ya que el espacio imaginado e incluso abstracto tiene un viento propio que lo sacude y hace vibrar. El mundo del infinito es un gran estremecimiento de movimientos indistintos. Para ordenar este mundo de espacios interminados y profunda quietud, o mejor dicho para ordenar un nuevo ritmo, interviene el viento que murmura entre las plantas. El viento da la idea del fluir de las cosas; aquí el viento engendra la idea del tiempo, en el espacio y en la quietud. La visión era el espacio; el sonido es el tiempo. Y sugiere la idea del infinito ya no espacial, sino temporal, lo eterno, que apenas se articula en las dos grandes y vagas imágenes de las muertas estaciones y de la presente y viva, con el único sonido real que pueda tener, el de la presente estación; el viento evoca las estaciones muertas, pero canta la presente, mejor dicho, es el sonido de la presente. Antes de sumergirse en el pensamiento de este infinito es conveniente sumergirse casi físicamente en su aire celeste, en la corpórea idea del espacio, y captar su sonido, casi la resonancia de la pura armonía de las cosas sin fin.
Más aún, para dar a este infinito un aspecto y un sonido extraídos de la misma alma del poeta, que no se ahoga en una vacía inmensidad, sino en la que él mismo ha fingido y de la que casi su mismo corazón imaginativo se asusta. Se advierte en aquel «casi» una sensación de dulzura, casi de alegría. Aquel perseguirse de los ritmos — «y» viene a mí lo eterno, «y» las muertas estaciones, «y» la presente y viva, «y» el sonido de ella; donde los varios «y» son como los nudos de una cadena, y casi una reiteración rítmica para guiar la subida, después de un descanso que detenga la ola ya expresada — es de una rara y nativa riqueza. El espacio más que la idea del infinito, y, mejor dicho, aquel punto en que el espacio se traduce en el tiempo y éste en el espacio, son cantados y animados aquí como en un mito. Quizás más adelante Leopardi llegue a ser más profundo, pero raras veces logrará ser poéticamente más intenso. Un detalle fónico digno de ser notado es que aquí en quince versos se encuentran muy a menudo las palabras «esto» y «aquello»: «esta colina, esta zarza, más allá de aquélla, estas plantas, aquel Infinito silencio, esta voz, esta Inmensidad, este mar».
F. Flora