El Hombre Eterno, Gilbert-Keith Chesterton

[The Everlasting Man]. Ensayo de polémica religiosa del escritor inglés Gilbert-Keith Chesterton (1874-1936), publicado en 1925. Consta de dos partes: Sobre la criatura llamada hombre [On the Creature Called Man] y Sobre el hombre llamado Cristo [On the Man called Christ]. Se trata de una vasta síntesis «extraída de la historia universal», de una novela de la humanidad, dividida en dos grandes episodios: el hombre des­terrado antes de Cristo, y el hombre re­conciliado, perfecto. Chesterton se propone hacernos adquirir conciencia de la nove­dad radical de Cristo y la Iglesia en com­paración con las otras religiones; trata de provocar de nuevo el sentido de extrañeza radical de la criatura humana. También, con humor acerbo, Chesterton se opone a todas las teorías evolucionistas sobre el origen del hombre. Por muy lejos que queramos remontarnos en la historia del hombre, éste aparece siempre en plena posesión de su naturaleza. El «hombre de las cavernas», transición incierta del animal al hombre, a la criatura racional, es un mito: el hom­bre de las cavernas dibuja y pinta sobre los muros. «Sería preciso, dice Chesterton, ir muy lejos para encontrar una caverna donde un hombre haya sido esculpido por un reno».

La aparición del hombre es un hecho absoluto en la cadena de las criaturas; con él aparece un ser que es capaz de percibir y representar el mundo, «la novedad inau­dita de un espíritu que es a la vez un es­pejo». De este modo puede descubrirse la filiación propia del hombre: es, ciertamente, la creación directa de Dios, a su imagen, puesto que él es un mundo en potencia, mundo que, por el conocimiento, puede lle­gar a ser un verdadero microcosmos. El hombre es criatura de Dios, a su imagen, y le recuerda. Es este recuerdo lo que Ches­terton descubre en toda la Antigüedad. No precisamente la presencia de Dios, sino la presencia de su ausencia. No se podría defi­nir la sensibilidad religiosa del mundo anti­guo si no es por la imagen terrible del «An­tiguo Testamento» de un Dios que no ofrece al hombre otra cosa que su espalda, como si huyera de la vista de los hombres: imagen de infinita tristeza, expresada en las leyen­das de la «Edad de Oro» de los griegos, en la inquietud de los poemas antiguos y tam­bién en este sentido de la sumisión última de los dioses a un impenetrable Destino, que representa este Dios cuyos caminos ha per­dido la humanidad. Ya la Antigüedad ha­bía descubierto los dos grandes aspectos hu­manos de Dios: soledad e impenetrabilidad divinas entre los judíos y los filósofos. Pero también Dios con formas, humanizado, lo­calizado en las leyendas mitológicas.

Estos dos caminos paralelos de la razón y de la imaginación, de la mitología y de la filoso­fía, no pudieron unirse jamás en el mundo antiguo… Sólo Dios podía unir lo que de tal modo estaba separado; de esta manera el Cristianismo no es en modo alguno una re­ligión como las demás de la Antigüedad: sólo él puede fundir en una sola cosa la Filosofía (el Pensamiento) y la Mitología (la Poesía). En la segunda parte, Chesterton dice que Cristianismo no es una teoría del mundo, es un suceso de una novedad absoluta. El Evangelio se propone, en efecto, como un libro de enigmas, y uno de los más misteriosos es, sin duda; el largo camino secreto de Cristo hasta los treinta años. Nada hay que se oponga de modo más absoluto a la imaginación popular, y si Jesús no hu­biera sido más que una invención de esa imaginación, no cabe duda que nos habría sido presentado, como es presentado en los Evangelios apócrifos, como un semidiós rea­lizando desde la cuna milagros prodigiosos. El silencio y la soledad del héroe contradi­cen todas las tradiciones de la fantasía hu­mana: es, pues, un enigma que es difícil no reconocer al instante como propio de un Dios. Nada hay más complejo, y a la par más equilibrado, que la personalidad de Jesús.

Jesús se llama a sí mismo Hijo de Dios, y también Hijo del Hombre, y todos sus actos dan testimonio de este dualismo. Sabio, lo fue: aquellos mismos que le ne­gaban la divinidad admitieron su sabiduría. Pero es precisamente este sabio, el único, que haya jamás osado llamarse Dios: antes de él y después de él, estas pretensiones han estado reservadas para los locos. La Iglesia es una novedad como Cristo. Largamente, con extraordinaria agilidad, a menudo iró­nica, Chesterton argumenta contra las obje­ciones liberales a propósito de la divinidad de la Iglesia católica. Algunas de estas ob­jeciones afirman que el cristianismo de los orígenes no era nada más que una fe sim­ple, primitiva, «ingenua», complicada más tarde por la Iglesia. Por el contrario, es evi­dente que el medio ambiente del siglo I no era ni mucho menos primitivo ni «ingenuo», y sí, en cambio, el testimonio de una civi­lización extremadamente complicada. En cuanto a la «deformación» llevada a cabo por la Iglesia, del mensaje primitivo, los exégetas protestantes se han visto obligados a hacer retroceder las primeras señales de la misma hasta fechas cada vez más próximas a la muerte de Cristo. ¿Entonces? Hay otros exégetas que pretenden, oponiéndose a los primeros, que el cristianismo no fue otra cosa que uno de los innumerables fenómenos de la decadencia de la civilización an­tigua; pero aquellos cultos orientales que invadieron el Imperio fueron, más que apar­tados, arrancados de Roma. Aquellas supers­ticiones que no conocieron más que el brillo accidental conseguido al socaire de los des­órdenes del Imperio desaparecieron con el Imperio.

Tan sólo el Cristianismo perdura, probando así que fueron otras las causas que contribuyeron a su éxito, y no la sola debilidad del Imperio, que murió sin arrastrarle en su caída. El destino del Cristianis­mo, de la Iglesia, que es el Cuerpo histórico de la Pasión y la Resurrección de Cristo, es, en efecto, el de morir y volver a nacer sin cesar; Chesterton lo subraya en el último capítulo, probablemente el más bello del libro. Cada vez que, después de dos mil años, desaparece una sociedad, el Cristia­nismo, que parecía unido a ella para la eternidad, parece estar a punto de desapa­recer: sucedió así con el Imperio, con el Feudalismo, con el Renacimiento, con la Revolución. Cada vez, a despecho de los pro­fetas excesivamente apresurados, no fue la muerte lo que llegó, sino una resurrección en una nueva carne, en una nueva expre­sión histórica. Chesterton reanima la apolo­gética. No es de aquellos que creen que, para convencer, valen más las largas parra­fadas enfáticas que el descubrimiento del contenido de la fe con la simplicidad de la buena fe y del amor que renuevan las ver­dades eternas. De este modo, a lo largo de toda su demostración, logra proponernos el hecho de Cristo como una sorpresa, como una verdadera «buena nueva» [Trad. caste­llana de Fernando de la Milla (Madrid- Buenos Aires, 1930); y al catalán, con el título de L’home perdurable, por Mariá Manent. (Barcelona, 1927)].