Recopilación de máximas teoricoprácticas, publicada en 1637, mediante las que el jesuita español Baltasar Gracián y Morales (1601-1658) representa el tipo ideal del hombre de mundo, un príncipe o un personaje de condición elevada, que sabe conquistar, con sus propias virtudes, el éxito y la fama. La obra consta de veinte párrafos, cada uno de los cuales ilustra las cualidades o «primores» indispensables al hombre superior, al «héroe».
Deberá actuar de modo que no descubra los límites de sus reales posibilidades, dejando suponer que las posee en grado infinito, con «incomprensibilidad de caudal»: deberá tenerse a sí mismo en el puño, con una voluntad que no se doblegue ni vacile, para que lúcidamente se dirija a su fin, para «cifrar su voluntad». Su corazón generoso y magnánimo habrá de ser capaz de un bello gesto que suscite la admiración y conmueva. En todas las manifestaciones de las pasiones humanas, el héroe sabrá regularse con extrema reserva, dominándose también en el aplauso, porque «toda escasez en moneda de aplauso es hidalga». Deberá poseer algunas «eminencias» o aptitudes particulares, conquistarse la primacía en ellas y mantenerla: de ese modo podrá disfrutar al mismo tiempo de sí mismo y del aplauso que le tributará el vulgo ignorante. La alegría que cada cual experimenta al afirmarse en lo que la naturaleza le ha dado, será lo que hará «su discurso plausible», agradando al alma y al oído. Lo que importa es que el héroe tenga conciencia de su «realce rey» y se base en él y se manifieste, disfrutando sabiamente los bienes de la «fortuna». Como todo está dominado por la fortuna, el héroe la seguirá cuando le sea favorable y se retirará a tiempo apenas dé muestras de variar, pues «una hermosa retirada es tan gloriosa como un gallardo asalto».
Intuición rápida y acción inmediata caracterizan por ello la actividad del héroe, cuyo valor esencial o belleza formal tiene algo que rehúye toda definición: viveza, espontaneidad, agilidad, brío, tanto al hablar como al actuar, «despejo»: alma que anima todas las dotes naturales, «un realce de los mismos realces, una belleza formal». Este mérito de los méritos lo llama Gracián con un término copiado de la psicología tomista, «imperio natural», y es el acto de la razón práctica mediante el cual la inteligencia, bajo la moción de la voluntad, ordena a las facultades de ejecución cumplir lo que juzga que haya que cumplir. En conclusión, el héroe de Gracián es el hombre perfecto, que al realizar en todo y por todo los dictámenes de su razón práctica consigue aumentar la fuerza de su vida personal. Pero ello pudiera ser causa de desengaños y amarguras. Ocurrirá a menudo que se manche a los ojos de los demás con «un defecto que no sea defecto» : de cualquier «imperfección venial donde la envidia se consuma en vano y el veneno de la emulación pierda su eficacia». Entonces sólo le queda al héroe aspirar a la santidad, mirando al cielo como a su último fin.
Las máximas de Gracián llevan a concebir al héroe como la personificación de la razón práctica o sabiduría práctica que sólo se ocupa del bien del sujeto: quien la realiza aplicándola a la realidad de las cosas contingentes, en el reino de la fortuna, ministro de la divina providencia en distribuir los bienes terrenales. Esta razón práctica es un verdadero arte: el mismo arte y virtud intelectual de que hablaba Juan Ruiz en el Libro del buen amor (v.), pero con la conciencia de que no se identifica con la caridad y que no puede por sí sola elevarse al reino de la gracia. Gracián, un escolástico decadente, quiere coronar con la santidad esta obra de arte del éxito, frente a la que todo es asunto aprovechable, incluso el hombre, nunca amado por sí mismo, sino considerado en lo que son sus méritos y sus defectos relativos al fin hacia el que tiende el héroe. La obra de Gracián posee los méritos y los defectos del virtuosismo estilístico que anhela fijar con imágenes concretas las cosas del espíritu, hasta hacérnoslas conocer por abstracción formal: lo que no resulta fácil para el lector moderno.
M. Casella