Obra publicada en 1660. El autor se sirve, en esta obra, de la misma técnica que usó en El día de fiesta por la mañana (v.), de la cual es un complemento. Las únicas diferencias que pueden advertirse entre una y otra derivan del factor tiempo: trata, en una de ellas, del uso que ciertos personajes hacen del día de fiesta por la mañana, cuyo núcleo de acción está en la Iglesia y en la Misa; en la otra, de las diferentes diversiones en que invierten las tardes de los días festivos los madrileños del siglo XVII. Nuestro autor, a través de diez apretados capítulos, nos da un vivo cuadro de las costumbres de la época, el cual da pie a la caricatura, a la sátira y a la larga digresión moralizadora.
Versan sobre las representaciones teatrales; los paseos públicos en un día de invierno «claro, de luz hermosa, de calor amigo» y en una noche fresca de verano; las casas de juego, a las que los hombres acuden «con tres fines: unos a jugar, otros a entretenerse y otros a que les den baratos»; las tertulias de mujeres, en las que se murmura de todo y se conversa sin sustancia alguna (éste es uno de los capítulos más conseguidos del libro); las aventuras equívocas de unos galanes y las falsas sobrinas de una tal Leonarda, en unos jardines públicos; las comedias que lee una doncella y el estado de ánimo que provocan; las novelas que lee una mujer casada; el libro de versos que lee un seglar «que estudió un poco de latín»; un «mozo de los que desean parecer de todas buenas partes», el cual toma «un libro de poesía española» para escribir unos versos que le ha encomendado una Academia a la que debe asistir por la noche; aquel que se deleita con la lectura de libros de historia; aquel que, vanidoso y vacuo, colecciona libros que no ha de leer ni prestar a quien los necesita con urgencia; las romerías a los alrededores de la capital (el capítulo dedicado a las fiestas llamadas del «trapillo» es otro de los más conseguidos de la obra); el juego de la pelota; la tarde que un flemático y un boticario emplean en jugar a las damas; y las diversiones a que se entrega el pueblo el domingo de Carnestolendas.
Es curiosa, de este último capítulo, la descripción que el autor hace de un convite, la cual ha sido imitada numerosas veces por los costumbristas posteriores. El estilo, de una gran densidad intelectual, sorprende al lector por el constante malabarismo semántico y el acusado uso de metáforas y comparaciones. He aquí algunos ejemplos: «las mujeres eran feas, hacían afeite de las sombras de la noche»; «…de sentencias que hablan con agrado y utilidad a la oreja del corazón»; «sucediéronles unas escudillas de caldo de color de pobre que sale del hospital»; etc. A veces, aquí también, rozan la greguería: «lleva dos parchitos negros en las sienes, tan pequeños, que pueden servir de puntos en la ortografía». El realismo de muchos pasajes, minucioso y detallado, revela una delectación muy próxima a la que manifestó el siglo XIX (por ejemplo: el pasaje de las mujeres que asisten a la representación de una comedia en el cap. I; las descripciones de personajes en el cap. VIII; etc.).
J. Molas