[L’Art]. Conversaciones del escultor francés Augusto Rodin (1840-1917), publicadas por obra de Paul Gsell (París, 1911). En una serie de diálogos con Rodin, Gsell recoge orgánicamente su pensamiento acerca del arte con probada fidelidad, pues concuerda con las opiniones atribuidas al artista por sus biógrafos. Para Rodin el arte, más que imitación, es interpretación de la naturaleza en lo que tiene de espiritualmente esencial: el carácter, en el que precisamente consiste la belleza. A este fin habrán de tender, subordinándose, los medios expresivos; el modelado superficial, que convertirá el color en sensibilidad pero también deberá expresar el valor plástico del conjunto; el movimiento, no como copia de actitudes momentáneas sino síntesis de su desarrollo, como la composición habrá de serlo de una acción completa, aunque en diversos episodios. Así, fuera de todo objetivo exteriormente ornamental, el dibujo habrá de fijar los rasgos esenciales de la acción, y el color significar su valor espiritual. El pleno dominio de dichos medios expresivos, tan variados como las personalidades de los artistas, es indispensable, pero es secundario el resultado figurativo. Por lo tanto no podrán determinar categorías para la clasificación histórica, estando implícitos en su totalidad, en toda obra de arte.
Ni podrán ser término del juicio los abstractos cánones de belleza, porque el carácter, objetivo del arte, es infinitamente variado; y al mismo, entendido como verdad espiritual, debe subordinarse, en el retrato, el parecido externo. Tampoco podrá serlo la calidad de la inspiración, sino sólo el resultado, expresivo. Las mismas diferencias entre las diversas artes sólo existen en los medios técnicos, siendo uno solo el objetivo, para alcanzar el cual el artista debe estar provisto, no sólo de instinto, sino de claro pensamiento que se grabe en cada detalle de su creación, buscando, además de los aspectos accidentales, las fuerzas esenciales que regulan la vida. En tal sentido la actitud del artista frente a la naturaleza es aspiración religiosa a sondear lo inexplicable, aunque los resultados sean completamente distintos; como sucede, por ejemplo, al comparar la serena, y sin embargo limitada, concepción racional del mundo clásico, evidente en Fidias, con el tormentoso anhelo de Miguel Angel hacia una libertad sin límites, en la que desemboca todo el pensamiento cristiano medieval. Rodin pasó en su formación a través de ambas experiencias, para volver más tarde a una visión clásicamente serena de la vida. Al afirmar, a través del arte, la máxima felicidad que hay en la contemplación y en el sueño, ve la función del artista en la civilización social. En estos diálogos se buscaría en vano una teoría sistemáticamente organizada, aunque el pensamiento se desarrolle coherente desde las inagotables premisas del idealismo romántico; con ecos de inclinaciones más recientes, como las teorías de Fiedler y de Hildebrandt sobre la pura visibilidad. Pero se adquiere más bien, con la desenvoltura de las conversaciones, una confesión del artista para quien su actividad ha sido una experiencia espiritual profundamente vivida. E incluso a través de escorias literarias y psicológicas inevitables en su tiempo, el pensamiento de Rodin mantiene actual vitalidad por la ferviente y convencida afirmación del valor lírico del arte; pese a que su obra plástica a menudo aspiró a ello sin conseguirlo.
L. Berti