[De virginitate]. Obra escrita primero en prosa, y más tarde en verso (según un procedimiento no nuevo en la literatura latina de la decadencia) por Aldelmo de Malmesbury (hacia 640-709), obispo de Sherborne, el primer sabio y educador anglosajón que aparece en el mundo de la cultura latina.
Es una exaltación retórica y pesada de la virginidad, a través de la alabanza de las religiosas, de estas «margaritas de Cristo», de estas «gymnosofistas» como él las llama, que ejercitan el alma y la inteligencia «corriendo por los amplios estadios de las Escrituras». En su alardeada, aunque por cierto rica, erudición, Aldelmo no se cansa de envolver sus imágenes en suntuosidades, de agigantar la expresión a veces más sencilla, de manera que la artificiosidad de ciertos detalles en sus comparaciones a menudo llega a rayar en lo ridículo. Particularmente sensible es el alarde de términos griegos y grecolatinos, con los que atestigua su conocimiento de estos idiomas, fruto de las enseñanzas de los célebres Teodoro y Adriano, enviados de Roma a Inglaterra; como también el deseo no siempre oportuno de manifestar su conocimiento y destreza en los metros más disparatados.
Tales defectos pone de manifiesto especialmente la prosa, en sesenta capítulos dedicados a la abadesa Hildelitha y a sus monjas. A la altisonante representación de los atletas y de los juegos olímpicos, sigue la modesta y amanerada de las abejas industriosas, castas, concordes en su laboriosa obediencia, dulces en la superior dulzura de su miel, verdadera imagen de estas vírgenes, «humildes doncellas de Cristo», que ora «vuelan con curiosidad por los floridos prados de las Escrituras», ora indagan «las antiguas fábulas de los historiadores y la serie de los cronógrafos», ora se dedican a la gramática, la ortografía, la métrica (testimonio para nosotros muy precioso sobre los estudios bíblicos y literarios en los conventos femeninos del tiempo). La perfecta esposa de Cristo debe huir no solamente de la soberbia, sino también de la inmensa caterva de sus satélites, y para no llegar a «marchitarse en la infructuosa e infecunda esterilidad de las vírgenes necias que tienen apagadas sus lámparas», tiene que adquirir todas las demás virtudes que acompañan la castidad.
Y la glorificación de la virginidad encuentra, por decirlo así, su sagrado sello en los numerosos ejemplos bíblicos que siguen (cap. 20-54). Los últimos capítulos exhortan a las monjas para que adornen su virginidad con la casta belleza del hombre interior, lejos de la pompa frívola de los vestidos y otros atractivos exteriores, según los consejos de San Gregorio y San Cipriano. Aldelmo se detiene para trazar un cuadro tan vivaz como curioso de la moda del tiempo, prometiendo al final, con su estilo insoportablemente retórico, que volverá a cantar en un poema las alabanzas de la virginidad, de manera que (recuerdo del virgiliano e ideal templo a Augusto) adornará los cimientos y las paredes de su prosa, si es que no muere antes, con un techo de ladrillos trocaicos y tejas dactílicas. El anunciado poema se compone de dos mil novecientos cuatro hexámetros, más un prefacio, dedicado a la abadesa Máxima, en treinta y ocho hexámetros con el artificio de un acróstico y un teléstico.
No es más que una reelaboración poética de la prosa, a pesar de algunos cambios considerables. Comprende en su mayor parte (w. 248-2445) los ejemplos de vírgenes ya recordados en la anterior composición, con ligeras variantes; es muy limitada la materia de los primeros diecinueve capítulos y suprimida por completo la comparación con las abejas, mientras resulta bastante desarrollada la exposición (vv. 2446-2860) de los ocho vicios principales. Particularmente interesante la final y noble exhortación a las religiosas para que «tapen la boca» a los malévolos críticos, con segura conciencia de los méritos de su propio ingenio y con vivo desprecio para sus enemigos, hirsutas cabras que quieren morder los papeles de los escritores. Y el poema termina con un ruego del autor «a los lectores de la prosa y del metro», para que acojan con benevolencia su obra e intercedan por él cerca del Señor. En efecto, la obra tuvo una buena acogida y una gran difusión tanto entre sus contemporáneos como entre los venideros, especialmente los poetas de la edad carolingia.
Superior a la prosa, se lee con menor fatiga que aquélla, presentando a menudo trozos de verdadero valor poético junto a notables reminiscencias de Virgilio, Ovidio, Horacio, Lucano, Estacio, Prudencio, Sedulio, Ausonio, Juvenco y Venancio Fortunato.
G. Billanovich