De la Tranquilidad del Espíritu, Lucio Anneo Séneca

[De tranquillitate animi]. Es  el séptimo de los Diálogos (v.) de Lucio Anneo Séneca (4? a. de C.-65 d. de C.). Trata de la ataraxia: de Demócrito a los estoicos, de los epicúreos a Pirrón hay una vasta literatura filosófica sobre la serenidad del ánimo, sobre la ausencia de toda pena o turbación. La ataraxia del sabio brota directamente de su mayor conocimiento.

El problema gnoseológico está, pues, en la base de toda posible armonía psicológica: ni sorpresas ni afectos malsanos, sino completa seguridad y autártico poder. Ni el aturdimiento, ni la irreflexión, ni la precipitación, sino el razonamiento, la precaución, la previsión pueden crear en el hombre esa atmósfera idílica de paz; la victoria que el sabio obtiene sobre los demás es ante todo una victoria sobre sí mismo. Mas para Séneca, contra­riamente a cuanto sucede en los epicúreos, la ataraxia no es goce refinado de placeres físicos y espirituales, sino total ausencia de la pasión, esto es, de las turbaciones que trastornan el alma del hombre, la cual es, por definición, racional. En estas páginas senequianas hay un profundo pesimismo casi leopardiano: el filósofo, aun conservando su tranquilidad de espíritu, no odia a la huma­nidad por su injusticia, vileza, estupidez y corrupción. No cree que su época sea peor que las precedentes, no cree ser razonable el quejarse a cada momento de estos males; es más razonable reírse de ellos.

Las pasio­nes, como los dolores, son una ley de la naturaleza humana; despreciar, odiar a los hombres porque son malos es como si nos indignásemos contra ellos porque están suje­tos a la enfermedad; precisamente por ser infelices y pecadores debemos amarlos más. Así, una vez más, Séneca se declaraba ex­plícitamente contra las costumbres de su tiempo y de su mundo. Cuando todo estaba fundado sobre el derecho de la fuerza y sobre el odio, él fue el primero en pronun­ciar una palabra nueva que, reproducida por el cristianismo, reformaría a las gen­tes: amor y comprensión. [Trad. española de Pedro Fernández Navarrete y Fran­cisco Navarro y Calvo en Tratados filosó­ficos (Madrid, 1884)].

F. Della Corte

No tiene la inmovilidad espiritual del santo o del héroe; no tiene la obstinación ni las profundidades oscuras del filósofo. Es enteramente hombre, y su admonición es tan conmovida y misericordiosa, como des­piadada su burla. (C. Marchesi)