[De immortalitate animae]. Publicada el 6 de noviembre de 1516, es la obra más famosa de Pietro Pomponazzi (1462-1525) y una de las más significativas del siglo XVI, y no sin razón comparada a menudo, por el atrevimiento de sus ideas, con el Príncipe (v.) de Maquiavelo.
Originada por una discusión de Pomponazzi y un dominico, Girolamo Natale Raguseo, esta obra se presenta como un comentario, realizado dentro de los precisos límites de la razón, «prescindiendo de revelaciones y de milagros», de los textos aristotélicos acerca del tema. El hombre, comienza Pomponazzi, en consonancia con los platónicos de Florencia, es criatura intermedia entre lo temporal y lo eterno, entre la tierra y el cielo, entre las criaturas celestes, que son puro intelecto, y las corpóreas, que son puro sentido. Y con todo, cuando se quiere precisar cuál ha de ser la función de la inteligencia humana, nos quedamos terriblemente perplejos. Separándola del cuerpo, haciendo de ella una entidad por sí misma, más que demostrar que el hombre es horizonte entre dos mundos, entre realidad sensible y realidad inteligible, se ha dividido en dos partes, relegando la una (el cuerpo) a la tierra, y levantando la otra (el alma) a los cielos, pero destruyendo, a fin de cuentas, aquel hombre concreto que se trataba de exaltar. De aquí la necesidad de un nuevo examen del viejo problema. Por un lado, Pomponazzi se hallaba ante la tesis de Averroes, dominante por aquel tiempo en Padua y en Bolonia, y dada a conocer por Vernia y Achillini: el intelecto, tanto el agente como el posible, es separado y único. Los individuos, diferenciados por sus particularidades físicas, se identifican en el pensamiento y no sólo respecto al objeto universal pensado (concepto), o a la luz intelectual que ilumina la mente y el objeto (intelecto agente), sino también en cuanto a la capacidad de entender (intelecto posible), que es a los conceptos lo que el ojo a las cosas visibles.
Establecido esto, mientras el intelecto común a la humanidad permanece eterno en su unicidad, los individuos particulares, Sócrates y Platón, perecen sin dejar rastro. Opuesta a la tesis de la separación total, se encuentra, en cambio, la interpretación que de Aristóteles había dado Alejandro de Afrodisia, cuyo comentario, ya conocido en la Edad Media, se había vuelto a traer a colación, en buen latín, por el humanista del siglo XIV Girolamo Donato. Más aproximado al espíritu del aristotelismo, Alejandro, a pesar de separar del hombre el intelecto agente identificado con Dios, había entendido el intelecto posible como forma del cuerpo, y que, como tal, perece con él. Pomponazzi se inspira en el naturalismo de Alejandro: como el hombre no puede entender sino reelaborando los datos que los sentidos le proporcionan, es evidente que su intelecto está ligado al cuerpo respecto al objeto, aunque se pueda sostener cierta independencia funcional de la mente respecto al órgano corpóreo. Sentado esto, el alma será en sentido propio «simpliciter» mortal aun habiendo en ella, en cierto sentido «secundum quid», un ansia y como un perfume de inmortalidad, y contra esta conclusión no se puede invocar la objeción práctica: ¿a qué se reducirá la moral si los hombres no esperan ya un premio celestial y no temen un castigo infernal? Lo verdadero, en realidad, es lo contrario; la virtud consiste en la íntima armonía espiritual, que es, por sí misma, gozo y premio esencial. Todo ulterior disfrute y remuneración accidental son superfluos. «Él premio esencial de la virtud es la virtud misma, que hace feliz al hombre», repite Pomponazzi con los estoicos.
El premio y el castigo accidentales son, a lo más, válidos para los que de hombre no tienen más que el aspecto, insiste Pomponazzi, quien en todos sus escritos acentúa ásperamente la antítesis entre el sabio, que es el único hombre verdadero, y la muchedumbre, que tiene más de bestia que de humana. Eliminadas así las razones naturales en favor de la inmortalidad, queda la fe, respecto a la cual Pomponazzi afirma que «los que proceden por su camino permanecen fieles e íntegros». ¿Tienen razón o no? Una respuesta franca él no sabe o no quiere darla, afirmando que el problema permanece «neutro»; y aunque otras obras suyas hacen pensar que la apelación final a la «doble verdad» averroísta (de razón y de fe) es un expediente, también vuelven a nuestra memoria sus páginas acerca de la ambigüedad del hombre, encadenado como Prometeo a la peña dolorosa de su finitud, y tendiendo con ansiedad tormentosa hacia lo infinito. ¿Por qué negar absolutamente lo que a nosotros, encerrados en el límite, nos está vedado? A pesar de su cauta conclusión, esta obra desencadenó polémicas y violentísimas oposiciones. Entre sus numerosos críticos sobresalen, sin duda, Contarmi y Nifo. El primero insiste en la tesis, admitida por Aristóteles, de que el intelecto, para poder entenderlo todo, debe ser pura potencia y, por lo tanto, del todo inmaterial; y que, además, cuando entiende los primeros principios y los universales en sí, no tiene necesidad de ninguna imagen. El segundo, valiéndose de una concesión de Pomponazzi, observa que siendo las inteligencias motoras de los cielos distintas y separadas de ellos, nada impide que esa misma separación pueda admitirse también para un alma humana. El 3 de febrero de 1518 terminó la impresión de la Apología que Pomponazzi escribió contra Contarmi, Plaudino y el agustino Vincenzo Colze da Vicenza. El Defensorium contra Nifo es de 1519; y en ambos escritos Pomponazzi remacha sus conceptos, es más, los exaspera, si esto es posible, como lo hará más francamente aún en el comentario al De anima (1520) y en el De nutritione (1521).