Iniciada por Florián de Ocampo (n. entre 1490 y 1495, m. hacia 1558). Nació y murió en Zamora, donde fue párroco y canónigo; Carlos V le perdonó su arriscada participación en las Comunidades, como secretario del obispo Acuña, y le hizo cronista real en 1539. En calidad de tal sólo llegó a acopiar materiales para la crónica del Emperador, pero hacía años que trabajaba en obra de más empeño: la que es objeto de este artículo, y le había sido también encomendada. Ocampo (Docampo, mejor) se esforzó por realizar cumplidamente su vasta tarea, que sólo alcanzó a iniciar, componiendo los libros I-V, que comprenden hasta la muerte de los Escipiones (210 a. de Cristo).
Le había tocado la parte más difícil, la época primitiva, sobre la que apenas podía escribirse nada sin riesgo de dar en la fábula. Otros, más cautos, prefirieron historiar desde que hallaban base algo firme, dejando de lado los primeros tiempos. Él no se avino a ello y aspiró a ofrecer una España primitiva tan gloriosa como la que en sus días iba llegando a su pináculo. Lo logró en cuanto era posible. Con embustes ya circulantes, como los de Annio de Viterbo, y otros propios, forjó una detalladísima historia en que se dio el gusto de dedicar sendos capítulos de gran extensión a los quiméricos reyes de aquellas seculares dinastías. Y sus noticias son dadas con tanta apariencia de cautela y aun de hipercrítica desconfianza, que no ya a los crédulos lectores coetáneos, sino a otros más recelosos, haría admitir su seudohistoria. Cierto que buscaba con toda diligencia la verosimilitud. Y cierto, sobre todo, que tuvo verdaderas dotes de escritor.
A la donosura y colorido de su exposición, muy en contraste con la aridez e inelegancia de tantos historiadores, debe, sin duda, gran parte de la aceptación que tuvo, y asimismo se debe a que halaga el orgullo hispánico presentando una nación que aventaja por su lustre a todas las antiguas. Ha de advertirse, para terminar, que su habilidad para la ficción no le impedía saber historiar seriamente; si le hubiese correspondido un período menos falto de documentos fehacientes, tendríamos de seguro una obra maestra, pues en cuanto hay algo real a que asirse, lo utiliza con rara destreza. La obra fue publicada—en Zamora (1543), siendo continuada por Ambrosio de Morales.
B. Sánchez Alonso